Huidas hacia adelante. (en tres viajes)


Amaya
(Primer viaje)


            Fue un septiembre más frío de lo ordinario. Un xirimiri pertinaz, que entraba directo desde el mar, hacía aún más incómodo el presenciar aquel enterramiento. Hacía una semana que había salido de las tórridas planicies de Anantapur, en donde estaba ejerciendo de voluntario, y entre la humedad que me estaba penetrando hasta los huesos y la tensión que se palpaba en aquella ceremonia, helada de por sí, no era capaz de controlar la tiritona.

Por otra parte, nadie entendía lo que había sucedido. Dos días antes habíamos sido convocados a la celebración de una boda y ahora estábamos enterrando a Amaia, la novia, en el panteón que su familia tiene en el cementerio de Bermeo, de donde son originarios sus antepasados. Solamente se escuchaba la voz monótona del cura, acompañada de un coro de lloros contenidos a duras penas. Todos mirábamos al suelo o hacia los panteones de alrededor, como queriendo despistar para no acabar llorando a moco tendido. En realidad todo aquello era tan misterioso como inesperado.

El acto estaba cargado de cierta solemnidad por ser la hija del diputado Ormazabal. Estaban presentes autoridades y burukides de su partido, así como compañeros de escaño. El oficiante debía de ser un vicario, o un cargo importante de la diócesis. Pero mi mirada estaba intentando escrutar los rostros de los que habían estado más cerca de ella en los últimos tiempos. Alberto, a pesar de lo inexpresivo que había sido siempre, estaba con los ojos rojos y la mirada perdida con una expresión de desesperación o de impotencia, como quien se dice esto no me está sucediendo. El diputado mantenía el tipo y seguía la ceremonia con la expresión contenida y con la obligación de ser el encargado de mantener en pie, en medio de aquel sin sentido, la imagen de una familia deshecha por el dolor y avergonzada por los acontecimientos. A parte de la desolación familiar, los rostros de los amigos y compañeros de trabajo, que se habían acercado al cementerio, eran de absoluta perplejidad.

El señor Ormazabal había hecho valer sus influencias para conseguir una boda por todo lo alto para su única hija en la ermita de S. Juan de Gaztelugatxe. A pesar de todas las dificultades que suponía acceder a esa  roca internada en el mar, se las había arreglado para conseguir gente que ayudara a los mayores a sobrevivir a la aventura de subir los cuatrocientos y pico escalones que lo separan de la costa. Había contratado un pequeño coro, una banda de txistus, un grupo de danzas para hacer el pasillo de entrada y salida y un especialista para bailar el aurresku de honor al finalizar la ceremonia. Yo conocía el lugar de sobra, así que había adecuado mi indumentaria para sobrellevar la subida y defenderme de la cortante brisa marina que, con toda probabilidad, nos íbamos a encontrar al llegar arriba.

Amaia era una prima segunda, pero nos unía una gran amistad desde niños por la cercanía en que habían vivido nuestras familias y porque luego compartimos cuadrilla en el instituto y en la universidad. Allí fue donde conocí a Alberto que se unió como uno más de la cuadrilla. Era un chicarrón buenazo y más bien callado, de esos que apenas se les nota que están, todo lo contrario de la polvorilla de mi prima. Eran los clásicos novios de toda la vida que, para remate, trabajaban en la misma empresa, aunque en departamentos distintos. Ella era secretaria de dirección del departamento de ventas y él era el típico ingeniero informático que andaba todo el día abducido en el mantenimiento de sistemas. Poco después de terminar la universidad los perdí de vista durante unos años porque me dediqué a trabajar con distintas ONGs y aún sigo en ello. Aprovechando un tiempo de descanso que me iba a tomar con mi familia accedí a la invitación de la boda.

Algo me llamó la atención en mi prima según la estaba viendo subir por las interminables escaleras. La expresión de su cara no tenía su habitual viveza. No creí que podía estar provocado por el esfuerzo, pues ella se mantenía en muy buena forma. Arriba, según entraba en la ermita, nos cruzamos la mirada y me dedicó una especie de sonrisa que expresaba de todo menos alegría. En la medida en que avanzaba la ceremonia se la veía conmocionada y su padre, que ejercía de padrino, le pasó un pañuelo. Todo hacía pensar que era por la emoción del momento. Estuve repasando desde mi sitio a todos los conocidos de la cuadrilla. Allí estábamos todos con las respectivas parejas. Solamente quedamos sueltos Nerea, la  inseparable amiga de Amaia, y yo. Como no la veía entre los invitados, le pregunté a Nekane por ella. Parece ser que le había surgido algún contratiempo familiar de última hora.

Llegó por fin el momento de la declaración, de los anillos y las arras. Pero cuando el oficiante le hizo la pregunta de rigor, se quedó callada, se echó a temblar, tiró el ramo al suelo y dijo, más bien gritó, un no desgarrado. Entre lloros convulsos, salió corriendo de la capilla. Su padre, el novio y la mayor parte de los invitados nos quedamos paralizados sin saber qué hacer. Su madre y sus tías la seguían llamándola a gritos, pero para cuando quisimos reaccionar ya estaba fuera. Inmediatamente se creó un murmullo de desconcierto, que quedó silenciado al momento por los gritos de los dantzaris que estaban en el exterior. Alguien entró gritando se ha tirado, se ha tirado. Nos precipitamos al exterior a empellones por salir cuanto antes y allí estaba, al fondo del acantilado, tiñendo de rojo el agua del Cantábrico.
Lloros, gritos, desmayos y una nube de móviles se pusieron en marcha. Como Amaia era hija única, los primos y la gente joven de la cuadrilla nos fuimos encargando de organizar aquel guirigay. La hertzaintza tardó en llegar una hora y mandó despejar la cumbre. Previamente ya se había comenzado a bajar a las personas mayores, que con la conmoción no acertaban con los peldaños. Poco después tuvo que venir el helicóptero, porque el lugar era inaccesible, para rescatar el cadáver y colocarlo en un guardacostas que lo acercó al puerto. Había que avisar a una funeraria, al restaurante, a protección civil y al Samur para atender a los conmocionados con ataques de ansiedad, a los desmayados y a los que, con la precipitación de la bajada, habían sufrido algún descalabro.

Serían cerca de las ocho de la tarde cuando, con la caída del sol, se fue terminando de retirar todo el personal y el juez ya había decretado el levantamiento del cadáver. Los familiares formamos piña alrededor de mis tíos para acompañarles hasta su casa, y los de la cuadrilla se unieron a la familia de Alberto para sujetarlo porque, además de no mantenerse en pie, no era capaz ni de llorar. Tuve que llevarme, casi a rastras, a mi madre a nuestra casa porque era incapaz de separarse de sus primos, los padres de Amaia. Vaya nochecita.

En pleno funeral no me quitaba de la cabeza la imagen de mi prima estampada en las rocas del acantilado. Con ella me bailaba la pregunta que nadie se sabía responder: por qué. Por supuesto, Alberto era, a mi parecer, el menos indicado para responderla, su aspecto y la expresión de su rostro dejaban bien a las claras su perplejidad. Los arrebatos de locura transitoria son momentáneos pero necesitan un tiempo de cocción, luego había algo en el fondo que ninguno conocíamos. Llegamos a los rezos de despedida y, cuando los sepultureros procedieron a meter el féretro en el panteón, los lloros, que hasta entonces habían estado contenidos, empezaron a empapar el ambiente. Alguien rompió a llorar a mis espaldas mientras notaba que se apoyaba en mi hombro. Me volví y llegué justo a sujetarla porque se iba dejando caer. Nerea había aparecido y estaba totalmente rota, era de esperar por su vieja amistad con Amaia. La cogí del bracete y la fui sacando lentamente del cementerio para que se fuera recomponiendo y para evitar comentarios.

–Ven a mi coche  –le dije–, vamos a un sitio tranquilo para que te vayas serenando, luego volvemos por el tuyo y si no te sientes bien no te apures que yo te acerco a casa y ya lo recogerás cuando sea.

Afirmó con la cabeza mientras se tapaba la boca con un pañuelo y seguía llorando desconsoladamente. Paré en el aparcamiento de un asador de las afueras del pueblo porque la tarde no estaba para paseos, pero ella no hizo ademán de salir del coche. No sabía cómo empezar. Nerea era una mujer fuerte y enérgica, capaz de enfrentarse a los mayores problemas sin despeinarse. Fue la capitana del equipo de baloncesto del instituto, pero luego el paso al mundo profesional no se le dio bien. Terminó con el título superior en educación física y trabaja de profesora en un colegio privado. En la cuadrilla le tomaban el pelo porque le decían que pasaba la prueba del nueve a todos los hombres y, claro, ninguno era perfecto.

–Supongo que para ti esto ha sido un palo mucho más fuerte que para los demás. Hace tiempo que no os veo, pero supongo que habéis seguido manteniendo vuestra amistad –comencé a decirle para romper el silencio incómodo que se había formado, mientras el xirimiri se encargaba de poner cortinas en los cristales del coche. Hizo un gesto con la mano como pidiéndome que me callase.

–Llévame a casa, por favor –contestó al cabo de un rato.

En el trayecto no dijimos ni una sola palabra pero al menos se fue serenando y, aunque todavía le rodaba alguna lágrima ya le habían cesado las convulsiones. Por supuesto, ya no vivía en la casa de sus padres. Tenía un pequeño ático en una urbanización de Sondika. Era el refugio perfecto para una persona que pensase vivir siempre a su aire. El típico salón cocina con barra, una habitación espaciosa, el baño y una terracita con vistas al monte Artxanda y al aeropuerto. La decoración con mucho detalle pero los muebles y la estructura de tipo funcional.

–Café con leche bien caliente ¿me equivoco? –Hizo un amago de sonrisa mientras me decía con la mirada que se acordaba perfectamente de mis costumbres.

–Por supuesto, aunque he andado por esos mundos sigo manteniendo mis costumbres. –Ella se puso una de esas infusiones que nunca he podido tragar.

–Te voy a pedir un favor, Koldo. Espero que no te siente mal que me tome esta libertad. Aunque llevamos mucho tiempo sin vernos sigo confiando en ti como siempre, no creo que hayas cambiado en eso. Ayúdame a salir de aquí como sea. Búscame un destino en alguna ONG de las que conoces, estoy dispuesta a todo. Ya conoces mi formación y manejo perfectamente el inglés… –Se atragantó de nuevo y no fue capaz de terminar la frase.

Me quedé perplejo ante una petición tan sorprendente. Nunca me lo hubiera imaginado en ella, una mujer un tanto pija que se había criado en el ambiente refinado del ensanche de Bilbao y sin muchas inquietudes altruistas que yo recordara. Comencé a decirle que una decisión tomada así de golpe en un momento de dolor y desconcierto no era un buen comienzo para nada. Por otra parte, le iba a hacer falta prepararse bien porque hay que estar preparados para gestionar situaciones desconocidas y desconcertantes y esa preparación lleva su tiempo. Sin esa formación las organizaciones no podían contar con ella. Pero me di cuenta de que no me estaba escuchando.

–Por favor, Koldo, por favor. Ayúdame a salir de aquí, necesito perder de vista todo esto, todo lo que rodea mi vida, todo me trae el recuerdo y la imagen de ella, no me la puedo quitar de la cabeza –gritó desesperada tapándose la cara–. Si no hago algo decente en mi vida, si no me voy de aquí, no respondo de lo que pueda hacer.

Le cogí de las manos para intentar calmarla.

–Nerea entiendo tu dolor pero no puedes renunciar a tu vida por este duelo, por mucho que te haya dolido.

Se soltó de mis manos y me lanzó una mirada desencajada que me dejó helado.

–Qué lentos sois los hombres, no te estás enterando de nada. Te estoy diciendo que estábamos enamoradas, que manteníamos una relación desde hace varios años, que lo suyo con Alberto acabó siendo una fachada para no tener que enfrentarse a su familia. Imagínate el diputado Ormazabal, un líder nacionalista de primera línea, y su madre tan bien considerada en la diócesis. No tenía problemas para tener contento a Alberto porque era un buen hombre, sencillo y poco exigente que no se enteraba de nada. Pero yo la amaba como nunca he amado y no podía consentir quedar reducida a ser querida, mientras ella mantenía su estatus social, escudándose en la tapadera de nuestra antigua amistad. Así que cuando me dijo que definitivamente se casaba, le di un plazo para que se lo pensara y se lo dejé bien claro o él o yo. Ella no quería renunciar a nada y me lo quiso endulzar con regalos, con todo tipo de atenciones, con noches memorables, pero no tragué. Cuando ya no hubo marcha atrás, en un ataque de celos y de desesperación, en vísperas de la boda le solté que haría lo posible para que Alberto y su familia se enterase de lo nuestro ¿Lo entiendes ahora? Yo soy la responsable de su muerte, se suicidó y me está enterrando con ella.

Mientras me escupía su relato me mostraba fotos y vídeos en su móvil. Se habían grabado haciendo de todo como añadiendo emoción a su juego. Esa había sido el arma de su venganza y ahora le quemaba en las manos.  Los iba borrando compulsivamente, hasta que acabó estampando el móvil contra la pared. Al verla en aquel estado, me imaginé que podía ser más que probable que hiciera una tontería. Me quedé sin palabras y con la mente en blanco. Había tenido que pasar a lo largo de mi vida por momentos muy comprometidos, pero lo que estaba escuchando me resultaba tan sorprendente que me había dejado bloqueado. Balbuceé alguna promesa vaga, y poco convincente, de tomar contacto con gente conocida que pudiera hacer algo para que le buscaran alguna salida. Lo único que tenía claro es que no podía dejarla sola, así que le dije que me quedaba a cenar con ella haciendo gala de mi fama de cocinillas.

–He aprendido una nueva receta con las gulas que te vas a chupar los dedos. Todavía está abierto el súper así que bajo en un momento y preparo todo. Igual puedes aprovechar para darte un baño, te vendrá bien para relajarte.

Quedamos de acuerdo y en cuanto superé las típicas colas de última hora, me puse manos a la obra. La cocina estaba perfectamente ordenada por lo que no tuve problemas para preparar la cena. Abrí la botella de txakolin blanco que había comprado para acompañar el plato y me serví un vaso esperando a que saliera de un momento a otro del baño. Como se retrasaba demasiado, me decidí a llamarla porque no soporto que se enfríe la comida. Toqué en la puerta dos veces y no respondió. El corazón me dio un vuelco, abrí sin dificultad porque la puerta no disponía de pestillo y vi todo teñido de rojo.

La llamada al 112 fue inútil, se les quedó en el camino. Cuando llegamos al hospital, alguien se encargó de avisar a su familia. No tuve cuerpo para darles explicaciones y me marché.  Ahora soy yo el que no va a poder borrar de mi cabeza en toda mi vida su imagen desangrada , aunque siga viviendo fuera de aquí. Una simple tortilla de patata hubiera servido lo mismo y ahora quizás podría seguir viva.  No creo que pueda perdonármelo nunca.




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