Huidas hacia adelante (en tres viajes) (2º)
Alberto
(segundo viaje)
Era un mes de septiembre algo más frío de lo habitual. La
niebla que entraba del mar dejaba todo empapado sin necesidad de que lloviera.
Pedromari y su ayudante estaban terminando de tabicar el interior de un
panteón. Salió a coger unos ladrillos y se lo encontró de nuevo plantado frente
al panteón de siempre.
—Ha vuelto “zintzilik” –le dijo al ayudante entre risitas al
bajar- y esta vez creo que hasta trae flores.
—Hacía algo más de un año que no aparecía –contestó su
ayudante imitando la postura que solía tener cuando se quedaba plantado ante el
panteón.
En su día no tardaron en averiguar quién era ese hombre joven
que el día 28 de cada mes permanecía en pie delante del panteón de los
Ormazabal durante un largo rato y besaba la lápida antes de irse. El escándalo
de aquella mujer que se suicidó en el momento de su boda había sido muy sonado.
Le llamaban zintzilik porque durante varios años no había fallado ni un solo
día 28. Los sepultureros, que en un principio no le dieron importancia,
enseguida comenzaron a tomarse a guasa el hecho, hacían apuestas e hicieron
correr chismes sobre que el chico se había quedado colgado de la difunta y que
acabaría en un manicomio. Como no sabían cómo se llamaba se quedó con
“zintzilik”.
Alberto Goenaga quedó sumido en un sinvivir a partir del
desastroso día de su boda con Amaia Ormazabal. Nadie de entre sus allegados
tenía noticias de sus visitas al cementerio de Bakio y daban por enterrado su
recuerdo. Por su natural introvertido no exteriorizaba sus sentimientos, por lo
que sabía ocultar perfectamente sus reacciones. Algo había quedado en su
interior que le carcomía. Al hecho de que no sabía el porqué de la reacción de
Amaia, se añadía el sentido de culpabilidad que le había invadido. Estaba
convencido de que él era quien había provocado todo y no conseguía quitárselo
de las entrañas.
Alberto era hijo del caserío Goikuria, una familia de corte
tradicional y muy religiosa. Era el último de cinco hermanos que había llegado
por sorpresa, como solía pasar en las familias de entonces. El padre, además de
la explotación ganadera, había puesto en marcha una serrería, que ahora estaba
a cargo de sus dos hermanos mayores. Una de sus hermanas era religiosa y estaba
de misionera en África y la otra estaba casada y se había trasladado a Bilbao.
Desde pequeño había destacado por su facilidad en los estudios, así que, cuando
comenzó con la enseñanza secundaria, el padre decidió enviarle a estudiar en
algún colegio importante de la capital. Le matricularon en el colegio de los
jesuitas que estaba cercano a la casa de su hermana Maite, que se convirtió así
en su segunda madre.
Con el tiempo, su metro noventaipico le propició destacar en
la cantera de baloncesto del colegio. A esto se añadía sus buenas notas y su
natural bonachón, con lo que se forjó el prestigio de alumno destacado. Trabó
amistad con el padre Arriortua, que entonces ejercía de director espiritual. A
través de él se hizo miembro de uno de los grupos de vida cristiana que se
habían formado en el colegio. Al pasar a la universidad de Deusto conoció a
Amaia y se hizo uno más de la cuadrilla.
El cambio de vida y de intereses le alejó de su grupo
anterior pero siempre mantuvo contacto con su mentor espiritual. De hecho, el
padre Arriortua era el único conocedor del infierno secreto que llevaba dentro,
así que le tocó hacer de confidente, de padre y de terapeuta. Desde un
principio le aconsejó que abandonara esa enfermiza manía de acudir al
cementerio, pero era algo superior a sus fuerzas, como un imán que le atraía
inmisericorde para echarle en cara su culpa. Y allí estaba él los 28 de cada
mes pidiendo perdón y preguntándole a la lápida el porqué. Todos los intentos
de su director espiritual por desculpabilizarle fueron inútiles, su cabeza los
admitía pero sus entrañas estaban en otra guerra.
Poco a poco se fue alejando de su cuadrilla de siempre por
más que le invitaran a cenar o a salir. Se sentía un extraño, todos estaban
asentando su propia vida y él se había quedado en un limbo insoportable.
Agradecía los detalles de sus amigos pero le hundía más su autoestima. Le
resultaba hiriente aparecer como el pobrecito al que hay que echar una mano
porque fíjate cómo está. En el trabajo siempre le habían tenido mucho respeto y
ahora le miraban con más distancia. Procuraban mostrarse amables con él y nada
más. Poco a poco se fue creando un cinturón de silencio en su entorno social,
lo que acabó convirtiéndole en una especie de ermitaño en medio de todos. Su
hermana Maite conseguía a duras penas arrastrarle para que los fines de semana
pasara a comer con ellos. Algunas veces tenía que recurrir al subterfugio de
pedirle que ayudara a su hijo pequeño en alguna asignatura difícil. Siempre
aprovechaba la ocasión para decirle que le vendría muy bien recuperar su vida y
encontrar una mujer, pero dejó de hacerlo porque se dio cuenta de que cuanto
más insistía ella, más se cerraba su hermano.
Casi inconscientemente, como si se hubiese recomendado esa
terapia a sí mismo, comenzó a retomar los temas del doctorado que se habían
quedado perdidos con los preparativos de la boda. Ya había dejado hechos, y
casi olvidados, los cursos obligatorios y solo le faltaba el proyecto final.
Así que entre el trabajo y el proyecto pasaba su vida. Un día apareció su
hermana Maite por su piso y volvió a ejercer de madre al percatarse del
desastre doméstico que reinaba allí. Alberto, que siempre había sido bastante
ordenado, no pudo evitar el sonrojo que le produjo aquella situación embarazosa
y tuvo que aceptar que se había descuidado. La temperamental Maite, además del
chorreo que le propinó, le obligó a que aceptara contratar a una mujer que le
atendiera la casa. No puso pegas –cualquiera le decía que no-. De todos modos
salía ganando, estaría más libre para centrarse en sus estudios.
Cuando terminó su doctorado, la misma universidad de Deusto
le ofreció un puesto importante en la facultad. Conocían de sobra su brillante
currículo de estudios y con su experiencia laboral era un fichaje que no podían
desperdiciar. Alberto aceptó gustoso porque su encargo no suponía tener que impartir
clases, –lo de hablar en público no estaba hecho para él- sino que trabajaría
por una parte en la elaboración y revisión de programas de estudio y, como
complemento, se encargaría del seguimiento y revisión de los proyectos de fin
de carrera. Así que durante un año más se mantuvo aislado en su mundo, con la
escasa vida social que suponía la relación puntual con la familia de su hermana
Maite. A ésta se le revolvían las entrañas viendo cómo el hermano de su corazón
se iba convirtiendo en un solterón amargado. No pudo resistir la tentación de
ejercer de celestina, pero, una vez más, tuvo que desistir de sus intentos. Vio
claramente que ese asunto aún le escocía y, como consecuencia, lo único que iba
a conseguir era alejar más a su hermano.
Con el comienzo del curso siguiente empezó a recibir en su
despacho a los nuevos alumnos. En el listado que le habían proporcionado en
secretaría figuraban dos chicas. En principio se alegró de que hubiera mujeres
que optasen por carreras tecnológicas. Sin embargo notó que esa situación le
producía cierta incomodidad, pero no quiso darle importancia. Hasta que llegó
el día en que tuvo que comenzar el trabajo con una de ellas.
—Tú eres Carlota Alejandra Moroy –preguntó mientras levantaba
la vista hacia la mujer que se sentaba enfrente-. Creo que nos hemos visto
antes, pero no recuerdo dónde ha podido ser.
—Pues claro don Alberto, en su casa. Yo soy la hija mayor de
Carmina, su asistenta, y voy a hacerle las labores cuando mi mamá está apurada
atendiendo a mi abuela o cuando se encuentra enfermita.
Alberto se quedó cortado y notó cómo se ruborizaba sin
poderse contener. Pidió disculpas por su despiste tartamudeando unas frases
inconexas, pero ya no pudo seguir con normalidad aquel primer encuentro. Sentía
una punzada en su interior que le inquietaba y que nada tenía que ver con el
despiste. Carlota era la típica trigueña colombiana con una figura bien
definida y proporcionada. Los ojos negros, como su espesa melena, eran vivos,
su mirada inteligente y sus labios carnosos permanecían entreabiertos como en
una media sonrisa permanente. Su actitud corporal daba a entender que era una
mujer resuelta, de las que tienen claro qué hacer en la vida por muy costoso
que les resulte. Iba vestida modestamente, eso sí, con el vaquero bien ceñido,
como les suele gustar a las de su tierra. Se veía a las claras que, aunque era
joven, tenía bastante más edad que los otros alumnos de su promoción.
—¿Y cómo has llegado hasta aquí? –fue todo lo que se le
ocurrió decir para salir de aquel impás-
—Vine a Bilbao de niña con mi familia. Mi padre consiguió un
buen trabajo y aquí nacieron mis dos hermanitos. A mí siempre me ha gustado
estudiar y le prometí a mi papá que iba a ser ingeniero. Cuando estaba a punto
de terminar en el instituto, él murió en un accidente laboral. Desde entonces
he estado haciendo trabajos con mi madre para poder seguir estudiando y que mis
hermanos puedan salir adelante, porque con la pensión que nos quedó no llegaba
para todo.
Le hizo un par de preguntas sobre los temas que barajaba para
su proyecto y le sugirió algunas propuestas. Aquella noche no durmió. La
punzada se le había quedado clavada. El ajetreo del día consiguió mantenerla
fuera de juego, pero al acostarse se le pusieron los ojos como platos. No podía
quitarse de la cabeza la imagen de Carlota, su expresión viva y sonriente, su
serenidad y entereza. En realidad le había impresionado toda ella. Pero esa
misma sensación le hacía supurar la herida de su fallido matrimonio, lo que le
había incapacitado hasta el momento para relacionarse con normalidad con las
mujeres y, no digamos, para intimar. La misma sensación de atracción le
suscitaba un impulso de rechazo, en un acto instintivo de defensa. No fue una,
sino una serie de noches insomnes. Por más que procuraba cansarse durante el
día, el sueño resultaba una conquista imposible, a pesar de que algunas noches
acababa masturbándose compulsivamente.
Procuraba no aparecer por casa en las horas en que suponía
iba a estar su asistenta por si se encontraba con Carlota sustituyendo a su
madre y en la universidad desatendió deliberadamente la tutoría con ella.
Comenzó a tener algunos problemas en el trabajo por su cansancio acumulado y no
le quedó otra salida que recurrir al médico para que le recetara algo. No
quería coger la baja bajo ningún concepto. Un día recibió una inesperada
llamada de su antiguo mentor, el padre Arriortua. Hacía bastante tiempo que
había descuidado la relación con él y, aunque no le apetecía volver a retomarla
para no escuchar reproches o los consejos de siempre, se decidió a visitarle.
No estaba muy convencido, pero no podía negarse. De todos modos, pensó que
igual le vendría bien desahogarse con alguien que había sido de su entera
confianza.
Esta vez tuvo que ir a la residencia de los mayores pues ya
se había retirado de sus funciones académicas. Después de una cariñosa
reprimenda por lo abandonado que le había tenido, el padre Arriortua, que como
buen jesuita procuraba estar al tanto de todo y no daba puntada sin hilo, le
fue sonsacando toda su situación a base de preguntas que iban directas a los
puntos que más le dolían. Hasta que en un momento dado, cuando creyó que
Alberto se había sincerado lo suficiente, fue directo al grano.
–Mira Alberto, puede que esto que te voy a decir te resulte
imposible de creer. Te garantizo que antes de comunicártelo me he asegurado de
comprobar que es cierto. Tuve la oportunidad de charlar con uno de los
compañeros de la cuadrilla de Amaia. No te voy a decir quién es porque me pidió
que lo mantuviera en secreto. Comentando qué había sido de la vida de nuestros
conocidos comunes, saliste tú. Yo le conté cómo te encontrabas. Entonces me
confesó que se había jurado no contar nunca algo que sabía sobre la muerte de
Amaia para evitar hacer daño a muchas personas, entre otras a ti. Pero ante lo
que le acababa de contar sobre ti, no pudo más que romper su secreto. Espero
que esto que te voy a contar quede entre nosotros dos.
Comenzó a relatarle con todo detalle lo acontecido en su
boda, cómo Amaia se tiró por el acantilado después de contestarle no al cura en
la boda. Le describió cómo fue el funeral y que ese amigo tuvo que acompañar a
su casa a Nerea, la amiga de Amaia. Allí le confesó que mantenían desde hacía
años una relación secreta de pareja, pero que Amaia no había querido renunciar
a su vida social y que por eso mantuvo la apariencia de noviazgo con él y
accedió a casarse. Nerea, muerta de celos e indignada porque iba a quedar
relegada al papel de querida, le amenazó con contarlo todo, lo que provocó su
inesperada reacción.
–Nerea, claro, siempre estaban juntas. Era una amistad de
toda la vida. Pero hasta… -Alberto se quedó aturdido como poniendo en orden sus
recuerdos- Me llamó la atención que no apareciera en la boda y luego murió al
poco tiempo de una forma extraña. Hubo bastantes comentarios sobre que se había
suicidado. No estuve en el funeral y no hice ningún caso a ese tema. Pero
ahora…
Se quedó apabullado con la cabeza hundida entre las manos.
Era un mazazo demasiado fuerte para encajarlo en el estado de ánimo en que se
encontraba. Se sentía estúpido y engañado. Cómo era posible haber estado tan
ciego para no haberse dado cuenta. No se lo podía creer. Resulta que no conocía
a la que fue la única mujer de su vida. Le vinieron a la cabeza de golpe las
veces que había llamado a su casa por las noches y no estaba, las horas que
decía dedicar a las tareas del partido con su padre, lo cansada que estaba y
las mil disculpas que ponía para evitar mantener relaciones. Quiso romper a
llorar pero le faltaba el aire. Se quedó en blanco y acabó en urgencias por un
ataque de ansiedad.
Pedromari salió al poco tiempo del panteón para terminar de
recoger las herramientas. Zintzilik ya no estaba, lo que le resultó extraño
porque habitualmente solía quedarse media hora o más. Se encogió de hombros,
puso los bártulos en la carretilla y se encaminó hacia el taller. Al pasar
delante del panteón de los Ormazabal miró de reojo y, en efecto, había dejado
una flor estuchada con una cartita, que se suponía de dedicatoria. Estaban
pegadas junto a la lápida en la que figuraba el nombre de Amaia Ormazabal
Arrondo. Picado por la curiosidad llamó a su ayudante.
–Mira, Jokin, le ha dejado un
regalo a la chica y una tarjeta. Igual es que le ha felicitado el cumpleaños
–soltó entre risitas con su habitual sorna.
–Cuidado que eres portera y cotilla, a ti qué cojones te
importa lo que haga ese pirado –pero sin embargo sintió curiosidad.
–A que no hay para leerla, ¿eh?
–Venga ya, léela tú si tanto te pica.
–Una par de cañas a mi cuenta si te atreves.
–En ese plan sí que me interesa –se quitó los guantes de
trabajo, sacó una navajita afilada y con el máximo cuidado que sus manazas le
permitían abrió el sobre sin rasgarlo- Tela, esto no es una postal, parece un testamento.
“Querida Amaia:
Hace casi dos años que
no vengo a tu tumba. Lo sé todo y desde que me enteré te he odiado tan
intensamente como te amé. Siempre venía a pedirte perdón pero hoy he venido a
perdonarte. Sin ese perdón seguiría amarrado a tu fantasma y a tu sepultura,
pero necesito librarme de ti y de nuestra pesadilla. Me voy a casar con una
mujer maravillosa que me ha devuelto a la vida. La boda va a ser mucho más
sencilla que la anterior. Mi familia no la aprueba porque ella es más joven que
yo y es colombiana, por lo que no se fían de sus intenciones. Solo asistirá mi
hermana Maite como madrina y, por supuesto, la oficiará el padre Arriortua. Los
conocidos han mirado para otra parte y solo contaremos con la madre de Carlota,
sus hermanos y la abuelita que aún vive con ellos. Todo ha sido una lástima. Si
me lo hubieses comunicado lo habría comprendido y hoy podrías celebrarla con
nosotros. Después de la boda nos iremos a Bogotá y nos quedaremos a vivir en
Colombia. La empresa está interesada en abrirse paso en Latinoamérica y ha
abierto una sucursal allí. Así que me he ofrecido a dirigirla. No me interesa
ya vivir aquí teniendo que dar explicaciones, o aguantando miraditas y
mendigando comprensión por lo que he hecho. Voy a poner agua por medio y me
quiero olvidar de todos vosotros. De todos modos, para que veas que te he
perdonado y que ya no te tengo rencor, te prometo que si llego a tener una hija
le pondré tu nombre.
Te dejo un beso de
despedida en esta rosa roja. Betiko agur*.
Alberto.”
*Zintzilik: colgado
*Betiko agur: adiós para siempre
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