Huidas hacia adelante (en tres viajes) (3º)
Wiliam Jesús
(tercer viaje)
Había llevado unas flores para poner en la urna. Carlota se
quedó un momento conmocionada mirando la inscripción, como si el releer el
nombre de su marido le pudiera
posibilitar hablar con él. No le gustaba eso que se veía en las películas de
hablar con las lápidas, pero esta ocasión era especial. Cómo le hubiera gustado
poder estar presente en la boda de su hijo con una vasquita oriunda de su
Zeberio natal. A decir verdad, se sentía constreñida en ese pueblo, aunque
gozara de un paisaje precioso entre cumbres, bosques, prados y unos caseríos
impresionantes. Cumplió a rajatabla la voluntad de Alberto de ser enterrado
aquí. Ahora al ver a su hijo perfectamente situado como uno más de los Goenaga,
se le antojaba que las cenizas del padre habían sido las semillas que habían
hecho germinar el futuro del hijo. Le había costado mucho entender a la gente
de aquí, aunque vivió bastantes años en Bilbao. Estaba claro que de aquí le
venía a Alberto el ser hombre de pocas palabras, tenaz y cabezota. Si le
hubiera hecho caso “las FAR no andan con bromas” pero él a lo suyo “ya he visto
mucho de esto allí”. No se creía una persona importante a pesar de ser uno de
los principales directivos de su empresa, “eso es para políticos yo soy un don
nadie”. Le habían pasado la “vacuna” y como respuesta a su silencio le pusieron
la bomba en el automóvil. No quería recordar aquellos dos meses de agonía hasta
que le dejaron ir.
Su otra voluntad había sido que Wiliam Jesús terminara sus
estudios en Bilbao. Su tía Maite se había encargado de acogerle igual que lo
hizo en su día con Alberto. Parecía más su abuela que una tía, pero para
aquella madraza su sobrino había resultado ser un revulsivo que le había
devuelto la vitalidad, ahora que sus hijos ya habían volado y que aún no le
habían llegado los nietos. Cuando murió Alberto su hijo tenía 15 años aún
estaba en pleno bachillerato. Tenían pensado mandarle a Bilbao para entrar en
la universidad pero, a raíz del atentado, decidieron mudarse de Bogotá por si
hubiera más represalias, así que adelantó su viaje a Bilbao. Ella con su madre y
su hija pequeña Gloria Andrea se instalaron en Cali donde se encontraba la
mayor parte de su familia materna. Allí pudo conseguir un buen trabajo por su
cualificación y su curriculum, pero, a pesar de que había conseguido una buena
posición, llevaba una vida discreta y estaba volcada en la atención a la
familia. Se decía que había tenido pretendientes, pero no había sido capaz de
aceptar otro hombre en su vida. Ahora delante de la urna que contenía las
cenizas de Alberto había visualizado la película de su historia. En realidad
había comenzado a vivir a partir de aquel primer beso que, por fin, se atrevió a
darle, al terminar su trabajo de fin de carrera. Le quedan los hijos y un vacío
profundo que no ha conseguido llenar porque el recuerdo de lo vivido con
Alberto es tan intenso que resulta más fuerte que su muerte.
“Voy a la boda de tu hijo”. Besó la urna y dejó las flores. En
una semana estaría haciendo de madrina de Wiliam Jesús – “aquí le llaman Josu y
en Zeberio, Americano”. Quién le iba a decir que aquel adolescente asustado por
los acontecimientos iba a preferir enraizar su vida en la tierra de su padre, y
eso que le costó un triunfo convencerle para que se viniera. Estaba muy bien
relacionado en su colegio y en su entorno. Aunque físicamente era clavadito a
su padre, solo que un poco más tostado, en su manera de ser era el polo
opuesto: extrovertido, engañador, sabía conseguir lo que se proponía. Tenía
fama de ligón y le constaba que había dejado algún que otro corazón roto, no
recordaba el nombre. Solo le sonaba que le había prometido a la chica que
volvería enseguida que no iba a aguantar en España, “pobrecita”.
Su cuñada Maite había tenido mucho que ver en ese milagroso
cambio. En ella encontró el cobijo y el nido seguro desde el que pudo rehacer
su vida y forjar su futuro. Los comienzos no fueron fáciles sobre todo en los
estudios, porque aunque siempre había tenido resultados brillantes, en Bilbao
había encontrado otro nivel y otras asignaturas. Le hizo ilusión pensar que su
padre había estado en aquellas aulas, pero le costó muchos disgustos hacerse a
las costumbres, a las formas de estudiar y al tipo de relaciones que se
establecían entre los compañeros y las compañeras. Poco a poco se fue haciendo
un hueco, primero porque con su forma de jugar al futbol había resultado
imprescindible en el equipo del colegio. En dos años cogió el nivel de sus compañeros
gracias al apoyo de su primo Joseba, al que a veces le llamaba tío porque le
sacaba más de veinte años. Se reía mucho cuando la tía Maite le explicaba
aquello de que su padre había venido por sorpresa, cuando todos los hijos eran
ya mayores y no se le esperaba. De todos modos su carácter abierto y su
facilidad para relacionarse o ligar le costaron bastantes codazos, malas
pasadas, faenas desagradables. A algunos señoritos les resultaba inadmisible
que llegara un cualquiera de fuera y viniera a darles lecciones o a comerles el
terreno, porque hasta los profesores le trataban de un modo especial “ese
lameculos y putero”. El ambiente adverso que le crearon los componentes de
aquel grupo iba a resultar ser toda una escuela para aprender a sobrevivir a lo
largo de su vida. En efecto, se fue encontrando con gente así, incluso en su
propia familia.
Su profesor de educación física le había propuesto para ser
admitido en el equipo juvenil del Athletic y pasó las pruebas de los ojeadores.
Pero al poco de empezar, un grupo de padres comenzaron a meter cizaña “que no
se podía tener a un colombiano en el equipo”, “por muy Goenaga que se apellide
no es de aquí”. En realidad, les molestaba que pudiera hacer sombra a alguno de
sus hijos. Se sentía muy identificado con el Athletic , pero, sin que nadie se
lo dijera, se fue. No tenía ganas de perder tiempo y fuerzas entre dimes y
diretes. La tía Maite se levantó en armas al enterarse y quiso montar la
marimorena “a ella le iban a decir si podía o no”. Josu le convenció de que
aquel no era su sitio. Prefería centrarse en la selectividad para sacar una
nota que le permitiese escoger la carrera que quería. Ese argumento fue
suficiente para que la tía guardase el hacha de guerra. “Que no sea
informática, hijo, que tu padre acabó atolondrado de tanto ordenador y tanto
programa”, le solía decir con sorna.
Desde el primer momento en que conoció Zeberio se quedó
enamorado de aquel valle. Le encantaba que le llevaran los fines de semana. Se
lo pasaba de maravilla primero trasteando en el caserío familiar, jugando con
los perros o andando por el monte. Goikuria, la propiedad familiar, contaba con
uno de esos caseríos imponentes de doble planta más desván. Tenía doble puerta
de arco para dar entrada a las dos viviendas. Allí vivían sus tíos mayores que
eran los dueños de la serrería. Prácticamente vivían solos porque los hijos se
habían instalado en Bilbao y solo se dejaban ver de pasada. La única mujer era
su prima Ane Miren que, aunque estaba casada y vivía en Arrigorriaga, era la
que más pasaba por allí, sobre todo para ayudar a su madre y a su tía. La
simpatía de aquel sobrino venido de la otra parte del charco les tenía conquistados.
Además sentían como si hubieran recuperado a su hermano, no solo por tener sus
cenizas. En los fines de semana y en las fiestas coincidía con la gente de su
edad que estudiaba fuera y volvía a casa. Con ellos no tuvo problemas y poco a
poco se fue creando una pandilla con la que estuvo muy unido. Ellos fueron los
que le pusieron el sobrenombre de Amerikano. Sin embargo, cuando fueron creciendo
surgieron las típicas divisiones de los pueblos marcadas por las diferencias
políticas. Él sabía de sobra que sus tíos eran del partido nacionalista, pero a
él eso no le decía nada y no estaba dispuesto a tener que relacionarse solo con
los de esa cuerda. Lo que no suponía es que , lo quisiera o no, para la gente
estaba ya marcado. Pasaba de esos líos, por lo que acabó sintiéndose en tierra
de nadie. Mantenía una relación correcta con la mayoría de la gente de su edad,
pero sin más alegrías.
Había tenido oportunidad de ligar con bastantes chicas de
Bilbao, pero había conocido, casualmente, a una de Zeberio en la universidad.
Jone fue desde el primer momento la mujer que más le impresionaba. Un día de
esos que había paros para protestar por vaya usted a saber qué, se acercó por
curiosidad y allí estaba ella en uso de la palabra. Solía decir en plan de
broma que no recordaría nunca de qué se hablaba, entre otras cosas porque él se
ponía al margen de líos, pero de su manera de hablar, de su expresión corporal
y de la viveza de su mirada no se olvidaría nunca. Era más bien alta, pero sin
exagerar, tenía una buena planta y una cara expresiva y llamativa. Solía llevar
una media melena castaña y era discreta en su indumentaria. Jamás se hubiera
fijado en ella porque no es de esas que van retorciendo cuellos de chicos al
pasar, pero desde que la conoció no se la quitó de la cabeza. No entendía muy
bien el euskera pero su forma de hablarlo le resultó familiar. No se pudo
aguantar y al salir se hizo el encontradizo con ella e intentó desplegar todas
sus dotes seductoras. Sin embargo, con esa chica era incapaz de ser zalamero,
así que simplemente la preguntó si era de Zeberio o alrededores. La
contestación le dejó helado “tú eres el americano” le dijo con media sonrisa, o
sea, que le conocía de sobra y él intentaba recordarla pero no lo consiguió y
ahí quedó todo. Al fin de semana siguiente su objetivo fue indagar. Jone
Olabarri del barrio de Alzola hija del caserío Uribarri convertido en casa
rural al pie del Mandoia, o sea, que se dejaba ver poco en el pueblo. Residía,
como él, en Bilbao con algunos familiares en Rekalde y los fines de semana o
festivos tenía que ayudar en el negocio. Estudiaba económicas.
Su única posibilidad era hacerse encontradizos en la
universidad. Y así empezó todo entre los dos, aunque ella prevenida por la fama
de Americano se lo puso un tanto difícil. Cuando se la presentó a tía Maite iba
temblando por temer su reacción. Se miraron fijamente y enseguida se situaron.
La tía no la conocía personalmente pero si a toda su familia abuelos, tíos,
padres. Comenzaron a hablar en el euskera de su pueblo y ahí se perdió. Algo llegó
a entender que hablaban del negocio pero nada más. Al día siguiente su tía le
comentó que le había parecido una chica formal y de buen ver. Maite se quedó
callada y su sobrino se echó a temblar esperando el pero. Y lo había: el padre
de ella y sus tíos habían acabado muy mal y no se hablaban por un problema de
suministro de madera para la rehabilitación de aquel caserón con más de
quinientos años. Además los abuelos se habían peleado, en su día, por la misma
chica y esa chica era su abuela paterna “puñetera casualidad”. Pero para él
Jone era la mujer de su vida y las peleas familiares le traían sin cuidado. Sin
embargo, a ella quizás le iba afectar más el asunto. Al fin y al cabo ella se
había criado siempre allí aunque ahora viviera en Bilbao por los estudios. Lo
hablaron y Jone se encogió de hombros. Claro que sabía esas historias, pero a
ella le daba igual. En seguida llamaron la atención y en ese ambiente cerrado
de los pueblos pequeños hubo hasta apuestas sobre el tiempo que iba a durar la
pareja. Los tíos de Josu no pusieron buena cara pero no opusieron resistencia a
la relación, en todo caso no estaba bajo su tutela y tía Maite había dado su
aprobación. La familia de ella, al parecer, no se lo tomó tan bien. Jone tuvo
que oír de todo, a parte de las consabidas tensiones entre familias “no sabes
dónde te metes” “te van a tomar de criada” “a ver si ese va a hacer como su
padre y dónde vas a acabar tú” “no sabes tú lo puteros que son estos sudacas”,
y lindezas más subidas de tono. Hasta que un día se plantó y les dejó muy
clarito lo que era Josu para ella: tan americano como hijo del pueblo, porque
tenía las mismas raíces que ella en Zeberio y tenían previsto vivir aquí.
Solamente contó con el apoyo de su abuela paterna que vivía con ellos, sin
embargo Andresa tenía autoridad y carácter para hacerse respetar en la familia,
y en la parroquia si hiciera falta, lo que terminó de dejar claro que “la
chiquilla haga con su vida lo que le parezca y allá vosotros con vuestros prejuicios.
Americano o no es un buen chico”.
Josu, Wiliam Jesús para la otra parte del charco, antes de
terminar la carrera de empresariales ya había echado raíces suficientes en su
familia y en su nueva tierra, como para no pensar en volverse a Colombia. Su
relación con Jone le había ayudado a asentar la cabeza, además de sentirse el
hombre más feliz de la tierra por haber encontrado una mujer que le transmitía
paz, cariño y, cómo no, seguridad. En los últimos años de sus estudios comenzó
a colaborar con sus tíos en la serrería. Primero en los períodos de vacaciones
trabajando como un ayudante más cubriendo permisos vacacionales, luego
controlando pedidos y entregas y en fines de semana ordenado papeles y poniendo
al día las tareas de oficina. Con su título debajo del brazo había llegado a
convertirse en el brazo derecho de sus tíos, de tal manera que ya empezaba a correr
en el pueblo otro alias “el heredero”.
Sus primos se habían ido marchando del pueblo y, al parecer,
ya nada querían saber del negocio familiar, excepto, claro está, esperar a la
herencia. Llegaría un momento en que los padres dejarían el negocio y habría
que venderlo o traspasarlo y luego ahí estarían ellos para recoger las
ganancias. Esas cosas no se dicen pero no hace falta expresarlas, sobre todo
cuando se comienza a olfatear el final en el horizonte. El tío Joaquín,
últimamente Jokin, tuvo hace dos años una larga convalecencia con un cáncer de
pulmón que acabó con su vida. Venía a ser la factura de la cantidad de
cajetillas que había consumido, a pesar de todas las broncas y del control de
tía Miren. En el trabajo, lejos de la tutela de su esposa, nadie le conocía sin
un pitillo en la boca, así que de nada valieron los programas ni la operación
por más que pareciera que iba a resistir. Quedó al mando tío Juantxu, al que se
le vino el mundo encima. Toda la vida habían funcionado en perfecta conexión,
hasta en ir juntos a los partidos de S. Mamés, y ahora se sentía como si le
hubiesen amputado medio cuerpo. Enseguida se dio cuenta de que Josu estaba más
que preparado para compartir con él las funciones de dirección: había conocido
los trabajos de la serrería desde abajo, tenía preparación empresarial más que
él, les había respetado desde siempre y, lo más importante, lo quería como a un
hijo. Americano o no, era un Goenaga auténtico. No aprobaba su relación con
Jone porque no le hacía gracia que esa familia metiese las narices en su
terreno. Un día su sobrino le contestó que eso mismo le iba a pasar a la
familia de Jone, con lo que no supo qué contestar a esa ocurrencia y dejó de
meterse con él. Eso sí, evitaba encontrarse con la novia aunque reconocía que
era una chica “con fundamento, cosa rara viniendo de donde viene”. Ellos
siguieron preparando su futuro pasando por encima de los prejuicios y rencillas
pueblerinos de sus familias sin dejarse enredar en ellos.
—Mira chaval, yo ya estoy canso de todo esto y tengo edad
suficiente para jubilarme. Si tú quieres te quedas con la serrería y si no echo
la persiana –le espetó un día cuando se quedaron solos en la oficina.
—Tío ni se te ocurra pensar que voy a dejar morir esto.
Quiero que siga siendo de la familia y conozco a los trabajadores que me
consideran uno más. No podría permitir dejarles en la calle o en manos de
otros.
—Claro que lo suponía, tonto. Pero quería oírtelo decir. Sin
embargo, ¿no crees que esto va a ser demasiado para uno solo?
—¿Te has olvidado que tengo una compañera incondicional que
es economista con un máster en no sé qué negocios y que sabe de sobra lo que es
un negocio familiar? Además hemos estado buscando información y nos parece que podemos
ampliar…
Y siguió explicándole las ideas y los planes que tenía para
actualizar las técnicas y ampliar el mercado. Al escucharle hablar con
semejante entusiasmo de todo lo que tenía planeado, a Juantxu se le hacía el
culo txakolí y tuvo que contenerse para no echarse a llorar. Por supuesto que
ese era el futuro de la empresa y de la familia. Interiormente le daba las
gracias a su difunto hermano por haberles regalado aquella joya.
—Con que seas la mitad de empeñista que tu padre no dudo que
todo eso va a salir adelante. Aunque espero que no intentes dar pasos más
largos que tu pierna.
Sin embargo algo comenzó a removerse. Sus primos no veían con
buenos ojos lo que ya era vox populi. Entre todos un buen día tanto los hijos
como el sobrino se presentaron en el caserío y acorralaron a Juantxu para que
les explicara qué era eso de que el americano se iba a quedar con todo.
Prácticamente no le dejaban hablar, hasta que en un momento dado estalló y les
puso a todos pringando. Jamás se habían preocupado de la serrería, nunca habían
ayudado, en los momentos de la crisis de la construcción habían seguido con sus
estudios sin preocuparse del esfuerzo que tuvieron que hacer sus padres, que
estuvieron a punto de quiebra, en la enfermedad de su hermano no habían hecho
más que cuatro visitas de médico y ahora venían con ínfulas. Les fue recordando
todo lo que su primo había trabajado por la serrería, las noches que había
pasado en el hospital con Jokin y cómo vivía el sentirse familia. Les llamó
buitres carroñeros que solo estaban interesados de sacar tajada, mientras que
la familia y la empresa les importaba un bledo y los echó de casa a cajas
destempladas. De todos modos esa encerrona le dejó muy dolido al ver a los que
había criado convertidos en unos egoístas redomados. En cuanto pudo le puso a
Josu al corriente de lo sucedido garantizándole que “por encima de su cadáver”,
iba a dejar todo bien atado “para que esos no vean un duro”.
Lógicamente aquello no dejó de ser la primera batalla de una
extensa guerra encriptada. Esta vez fue irles con cuentos a las tías: que ellos
eran los hijos, “a ver si un advenedizo se iba a quedar con todo”, mira que
emparentarse con los de arriba –por la situación del caserío los llamaban así-,
a dónde vamos a parar… Las dos madres optaron por callar y no tomar ninguna
postura: eso ha sido siempre cosa de los hombres de la casa. La viuda se apoyaba
en Juanita que había sido desde siempre la que llevaba vara de mando, pero
temía que su hijo saliera perjudicado. Ellos conocían de sobra la debilidad de
Miren y el siguiente paso fue calentarle la oreja para que influyera en su
cuñada. A todo esto, se fijó la fecha de la boda con tiempo suficiente para
poder organizar la llegada de la madre y de hacer todos los preparativos.
Entonces, antes de que su padre y tío pudiera mover ficha, organizaron el
ataque por los flancos. Comenzaron por frecuentar los mentideros del pueblo:
las cuadrillas de siempre, que casi se habían olvidado de su existencia, los
txokos, el poteo y hasta el batzoki, dejando caer rumores sobre extrañas
maniobras de Amerikano para dejar pelado a su tío, que venía en plan de
quitarse de encima los puestos fijos para traer de fuera pringados mal pagados...
Llegaron a hacer propuestas a los dueños de las otras dos serrerías del pueblo
para que compraran la de sus padres, porque sería un buen beneficio para ellos
y porque el plan de su primo les iba a destrozar y también se iba a cargar una
tradición industrial tan arraigada en Zeberio. El otro flanco consistió en
abordar a conocidos y amistades de la familia de Jone para advertirles de que
el americano la iba a tener de criadilla, que conocían alguna querida suya en
Bilbao. Finalmente atacaron directamente a los trabajadores advirtiéndoles de
“la que les venía encima con un tipo tan peligroso en plan empresario moderno”.
Por suerte, se produjo una fuerte discusión entre ellos: algunos no daban
crédito a los despropósitos que les habían anunciado porque conocían de sobra
al heredero pero otros, ante la posible jubilación de Juantxu, ya no se fiaban
ni de su sombra. Un representante de cada bando se presentaron en el despacho
de Juantxu para pedirle explicaciones. El arranque de genio del jefe fue
descomunal, pero no les mandó fuera, sino que les apretó las clavijas hasta que
dejaron entrever que eran rumores que se corrían en el pueblo a los que en
principio no habían dado crédito, pero habían sido sus propios hijos y su
sobrino, en otra ocasión, los que les habían dicho que eran ciertos. Juantxu
les explicó cuáles eran los planes de su sobrino sobre la modernización
tecnológica y la ampliación del mercado, o sea, todo lo contrario.
La vieja táctica de calumnia que algo queda, sin embargo,
había dado su fruto porque lo que no se podía evitar era esa cierta neblina de
desconfianza: no se podía aportar nada concreto en su contra más allá de unas
promesas que se las podía llevar el viento. Josu escuchó atento a su tío.
Realmente estaban en el centro de una tela de araña perfectamente urdida. Las
arañas ahora habían desparecido y era probable que no diesen señales de vida en
un tiempo hasta que pudieran recoger el fruto de su técnica sin mancharse las
manos. No quedaba otra que ir destejiendo aquella red invisible. Decidieron que
Juantxu presentaría sus planes de futuro a los burukides del partido que tenían
presencia en Juntas o en el ayuntamiento y que los comentaría más detenidamente
a los trabajadores para que fuesen haciendo de correa de transmisión. Josu
haría lo propio entre la gente joven de su cuadrilla para que sus planes
llegasen también a la oposición de Bildu. La clave estaba en provocar
discusiones y en ellas hacer ver de dónde habían provenido los rumores y que se
trataba sin más de una guerra de los hijos contra su padre. Al mismo tiempo era
importante seguir haciendo vida normal como si todo esto no afectara a la
familia ni a la relación con Jone.
A todo esto, dentro de lo que se podía llamar una calma tensa
en la relación con el ambiente del entorno, llegó la fecha de la boda. El
trasiego de los preparativos, los dimes y diretes, los encargos fueron creando
una sensación de que la situación creada se estaba diluyendo. Iba a ser una
boda sonada en la que habría invitados importantes y en la que se iban a ver
las caras dos familias de las más importantes del pueblo enemistadas desde
hacía tiempo. Todo ello aderezado con el morbo de Amerikano que había
demostrado ser uno más en la familia Goenaga pero… Los novios decidieron hacer
una despedida el fin de semana anterior a la boda con el personal joven de su
entorno, tanto de Zeberio como de sus amistades de Bilbao, dejando el espacio
de la boda, en plan más formal, y por qué no más aburrido, para familiares e
invitados especiales. Habían alquilado un restaurante con discoteca y, por su
parte, Carlota se empeñó en invitar a cenar a los mayores de ambas familias a
un restaurante de Areatza en el que cenaron Alberto y ella antes de salir para
Colombia. No las tenía todas consigo sabiendo la distancia que había entre ambos
clanes, pero merecía la pena intentar hacer un esfuerzo para limar asperezas y,
sobre todo, para quitar prejuicios en la medida de lo posible.
Serían ya las dos de la madrugada pasadas cuando Jone se le
acercó con un gesto raro. Venía con el móvil pegado en la oreja y, en la medida
que se acercaba, se le iba desencajando el rostro. Le llamaba su padre: estaban
llegando al pueblo y desde lejos se percibía un incendio. Uno de los
trabajadores había avisado a Juantxu que la serrería estaba en llamas.
—Nos han llamado varias veces pero con este follón no nos
hemos enterado. Ha sido al ir al baño cuando lo he oído.
—Vámonos, vámonos.
La cogió de la mano y sin decir nada recogieron su ropa y
salieron corriendo al coche. Los demás apenas se dieron cuenta de su salida y
la fiesta siguió sin más, hasta que llegó un momento en el que las amigas
querían dar una sorpresa a Jone. Al no encontrarla la llamaron. Se quedaron de
piedra al saber lo que estaba pasando y que ellos iban por Arrigorriaga camino
del pueblo. Cuando llegaron ya estaban los bomberos y los ertzainas. Se abrazó
a su tío. Allí estaba la familia y algunos curiosos que se habían enterado,
entre ellos varios trabajadores.
—No puede ser, no puede ser. No han podido fallar las medidas
de seguridad. Tío, no puede ser –gritaba desesperado-.
—Me dicen los bomberos que apenas podremos rescatar algo de
la factoría y del almacén, aunque se podrá salvar bastante material del
exterior.
—¿Quién es el dueño o el responsable de la empresa? –uno de
los bomberos, al parecer el que estaba al mando de la operación, iba
preguntándolo- Venga conmigo, por favor –Juantxu le había hecho una seña y
cogiendo a Josu por el brazo le siguieron.
El bombero no se anduvo con rodeos. Aquello había sido
intencionado a todas luces. El fuego había sido activado desde tres sitios y, a
falta de confirmación, parecía seguro que el cortocircuito que, teóricamente,
podría aparecer como el causante inicial del incendio también había sido
provocado. Siguió dando explicaciones de los indicios que podían demostrarlo,
pero Josu ya no escuchaba. Se quedó rígido contemplando la humareda y las
últimas llamas que aún se resistían a los chorros de agua. Jone se dio cuenta
de que algo le pasaba y se puso inmediatamente a su lado. Le cogió de la mano e intentó articular alguna frase de
consuelo mientras le besaba en la cara con todo su cariño, pero percibió que su
cuerpo parecía una roca por la tensión acumulada. Sentía rabia, sentía
desprecio, sentía repugnancia por quien quiera que hubiera hecho este desastre.
Habían querido destrozar su obra y su vida, estaba claro, pero no se iba a
quedar para darles el gusto de regodearse en su fracaso. Ahora ya no le importaba
quién o quienes habían sido. Habían conseguido que todo aquel entorno que había
sentido como suyo, y por el que había trabajado tanto, solo le diese asco. Sin
decir nada ni derramar una sola lágrima, se llevó a Jone sin soltarle la mano
hasta donde estaba su madre.
—Mami, me regreso con usted. Aquí ya estoy de sobra –le puso
el dedo en la boca para que no contestara-. Además me llevaré las cenizas de
papá, no quiero que sigan en medio de esta gente. Lo siento Jone –dijo
mirándole fijamente- eres la mujer de mi vida, pero no voy a hacer una boda que
pueda forzarte a tomar una decisión injusta. Si quieres seguir conmigo te
esperaré lo que haga falta en Colombia para hacer una nueva vida juntos, pero
allí.
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