Las lágrimas del bosque
Un cuento por la paz y la convivencia
Amanecía
en el lejano bosque. Los últimos retazos de la neblina nocturna se iban
desenganchando de las copas más altas. Aún no había comenzado el jolgorio del
despertar de los pájaros. El conejo se asomó de su madriguera, alarmado al oír
los berridos del corzo. Eran muy fuertes y ya había pasado la época de celo. Estos
eran distintos, daban la sensación de que algo se le desgarraba por dentro. Se
quedó atónito al verle descompuesto.
-Corzo, amigo, ¿qué ha pasado? ¿Por qué gritas de
esa manera? –le dijo saliendo rápidamente.
Pero el corzo siguió, sin contestar, como un
boxeador totalmente sonado, berreando cada vez con más fuerza y babeando su
angustia. Parecía que le iban a salir las entrañas por la boca. Le flaqueaban
las piernas y caminaba sin rumbo chocándose con los arbustos. La coneja, picada
por la curiosidad, dejó a sus gazapillos cobijados y salió detrás del conejo
para ver qué pasaba.
-No soporto verle así –comentó destrozada al contemplar
al gallardo corzo de aquellas trazas- Pobrecito, ¿qué le habrá pasado?
A sus
lamentos fueron acudiendo, desperezándose antes de tiempo, los otros habitantes
del bosque. El gato montés apareció entre unos matorrales observando con
cautela el espectáculo. El topo asomó su hocico por la topera más cercana. La
ardilla bajó del pino viejo para juntarse con la familia de conejos. La
comadreja también se unió a ellos. El águila les miraba atenta desde la copa
del haya solitaria. Un búho asomó sus ojazos enfadado por un hueco del olmo vacio:
no eran horas de perturbarle el sueño con semejante alboroto. Los pájaros se
habían quedado mudos y hasta los insociables cuervos se interesaron por el
problema.
Poco a
poco se fue formando con todos ellos una pequeña comitiva que acompañaba al
pobre corzo en su desgarrador deambular. Todos no, el taimado zorro observaba a
distancia el revuelo por si pudiera sacar algo de provecho. Por fin, al llegar
a un claro, el corzo se dejó caer agotado entre convulsiones. Le rodearon
solícitos sin atreverse a tocarle, pero lo asaetearon a preguntas quitándose la
palabra unos a otros.
-¡Callaos todos! –maulló con fuerza el gato montés-
Le estamos asfixiando y así no podemos pretender que nos conteste.
-Tienes razón –prosiguió el conejo- Corzo, corzo
amigo. Estamos muy preocupados por ti –le susurró al oído mientras le
acariciaba la cara con sus orejas- Cuéntanos qué te ha pasado. Queremos
ayudarte en lo que podamos.
-Para lo que haga falta, cuenta con nosotros
–añadió la ardilla.
El corzo se fue serenando poco a poco, confortado
por las muestras de cariño de sus vecinos. Entre gimoteos comenzó a hablar.
-Esta noche, los cazadores que aparecen detrás de grandes
luces a buscar al jabalí se lo han llevado…- gimió fuerte de nuevo, nadie se
atrevió a interrumpirle- han matado a mi corcito y se lo han llevado. Era aún
muy pequeño para saber que no había que ir a mirar la luz. Como los cazadores no
habían conseguido batir al jabalí se aprovecharon… ¡Me han dejado sin hijo!
–exclamó finalmente en medio de un nuevo berrido estremecedor.
Todos los animales del bosque se quedaron en
silencio consternados ante tan luctuosa noticia. Todos menos el zorro, que
desde su prudente distancia seguía sin perder ripio de lo que se decía. Eso a
él no le afectaba en nada.
-Claro, el jabalí ha vuelto a hacer de las suyas.
Yo le he visto bajar de nuevo a los huertos y a los prados de los humanos a
hozar y ahora los cazadores vienen a buscarlo –sentenció el gato montés.
-Entonces estamos todos en peligro porque, de paso,
cazarán a todos los que nos encuentren desprevenidos – concluyó el conejo.
-Además los cazadores no traen perros por la noche y
no podemos percatarnos de su presencia hasta que los tenemos encima –añadió
gimoteando el corzo.
-Pero no todo queda ahí –prosiguió el topo
esforzándose por hacerse escuchar- a mí el jabalí me deshace las galerías y me
deja al descubierto cuando remueve la tierra al arrancar las raíces con sus temibles
colmillos.
-Por no decir que es un peligro para todos, porque
siempre va como un loco arrasando lo que se topa a su paso. A mí me ha dado más
de un susto –se quejó la comadreja.
Y así, uno tras otro fueron desgranando los
tremendos perjuicios que les provocaban las actuaciones del jabalí. Después de
tanto lamento se produjo uno de esos silencios que parece que no van a acabar
nunca, pero esta vez la ardilla lo rompió con la pregunta clave.
-Y ahora ¿qué? Habrá que ir a hablar con el jabalí
para exponerle nuestras quejas y pedirle…
No le dejaron terminar la frase. Se armó un revuelo
tremendo porque todos a la vez intentaban explicarle que era imposible hablar
con el jabalí. Él nunca escucha, solamente corre y arremete con lo que
encuentra delante. Por otra parte, nadie se
atrevía a enfrentarse con él porque era el más fuerte. La inteligente ardilla,
sin embargo, no se dio por satisfecha.
-De acuerdo, de acuerdo. Escuchadme, por favor.
Entonces si no se puede hablar ni enfrentarse con él ¿nos vamos a quedar así,
llorando sin más?
Un silencio cargado de perplejidad fue la única respuesta
que recibió tan comprometedora pregunta. Cuando parecía que cada uno se iba a
marchar por su parte sin decir nada, el apesadumbrado corzo sugirió que sería
conveniente consultar a algún sabio del lugar. Después de otro silencio, los
demás animales aceptaron la propuesta y tuvieron pocas dudas en elegir quién
sería el más adecuado para darles consejos. Así pues,
al anochecer estarían todos atentos y cuando se escuchare el ulular del viejo
cárabo, subirían al robledal en el que vivía para pedirle consejo. Él llevaba
mucho tiempo viviendo allí, veía todo lo que sucedía en la noche y sabía ser
prudente y cauto.
Según lo convenido, en cuanto el cárabo se dejó oír,
aparecieron todos rodeando el retorcido roble en el que tenía su casa. El zorro, por su parte, que había seguido desde la distancia
la curiosa asamblea del bosque, no se perdía ni un solo detalle escondido tras
unas árgomas. El corzo, como principal afectado, expuso ante el cárabo las
quejas de todos los animales del bosque allí presentes y le pidió consejo.
-No es fácil la solución a este conflicto que me
presentáis. Es verdad que el jabalí provoca numerosos destrozos y molestias. A
la vez, es un animal peligroso y hosco que no sabe convivir con los demás y con
el que es casi imposible hablar. Pero como cualquier otro animal del bosque tiene
derecho a buscar su alimento -hizo una pausa y, tras un carraspeo en tono
circunspecto, continuó-. También es verdad que puede encontrarlo tranquilamente
en el bosque y en los campos de al lado sin necesidad de provocar la ira de los
humanos. Yo creo que la única solución posible pasa por una acción en la que
estéis todos presentes y le podáis obligar a que se pare y escuche vuestras
quejas. De la misma manera, tendréis que pensar una propuesta para que
encuentre su alimento sin que tenga que molestar a nadie.
Tras su largo y salomónico discurso el viejo cárabo
se retiró de nuevo a su agujero. De palabra era una brillante idea, pero nada
fácil de llevar a la práctica. Habría que llamar a más animales para formar un
grupo tan numeroso que el desbocado jabalí tuviera que pararse ante él. Nadie
parecía dispuesto a dirigir la operación ya que de por sí no era sencillo
organizar todo aquello. Tampoco querían entrar a discutir lo del alimento,
porque iba a levantar grandes suspicacias.
En medio del desconcierto que estaban produciendo
estas dificultades apareció el afilado hocico del zorro. El hábil raposo, con
voz melosa y tono convincente, comenzó a llamar la atención de todos.
-Hola amigos, he observado que estáis ante un grave
problema que no podéis solucionar. Yo creo que ese viejo cárabo ya chochea a
estas alturas y lo de negociar con semejante energúmeno no deja de ser una
auténtica paparruchada. Lo más rápido es acabar con él –sentenció haciendo una
pausa intencionada para observar la reacción de los integrantes del grupo ante
sus palabras.
-Sí, ya sé lo que me vais a decir –continuó-, pero
eso tiene fácil solución, si vosotros solos no podéis hacerlo, se busca a
alguien que sí pueda y se acabó el problema.
Poco a poco, con la agudeza que le da nombre, fue
convenciendo a los ingenuos animales hasta que llegaron a un acuerdo. Lógicamente,
ninguno de ellos admitía matar al jabalí, se trataría de darle un serio
escarmiento, si no entraba en razón, para que se alejara de allí. Dentro del
acuerdo, el zorro se encargaría de conseguir que alguien le diera al jabalí el
escarmiento acordado y, a cambio, ellos se comprometían a cederle unas cuantas
madrigueras nuevas, además de proporcionarle algunos regalos para su
alimentación.
El zorro, henchido de gozo y relamiéndose de gusto,
puso inmediatamente en marcha su plan y se fue lejos a buscar a los lobos. No
le costó mucho convencerles para que dieran el escarmiento al jabalí. A los
lobos les pareció un plan perfecto: con la disculpa de ahuyentar al jabalí
conseguirían un nuevo terreno de caza. Dicho y hecho. A las pocas noches de
tomar el acuerdo se sintió el penetrante aullido de los lobos. Se escucharon
carreras, rugidos y gruñidos durante toda la noche. Los lobos no habían podido
acabar con el jabalí por su peluda y durísima piel y por sus terribles
colmillos, pero éste tuvo que marcharse malherido.
El zorro estaba ya saboreando el éxito de su
negocio, pero no contó con la voracidad insaciable de sus socios. Al día
siguiente, los lobos dieron buena cuenta de una ternerita que se había alejado
de la manada, y eso suponía que los humanos se iban a enfadar mucho. Lo que no
había previsto el sabelotodo del zorro era que, aunque algunas leyes de los
humanos prohibían matar al lobo, los ganaderos conocían bien sus costumbres y
sabían cómo librarse de él.
A la noche siguiente, aprovechando que había un
fuerte viento del sur, aparecieron tres humanos que esparcieron por los
matorrales un líquido mal oliente. Luego sacaron unos artilugios con los que
echaron unas chispas sobre él y en menos de una hora casi todo el bosque estaba
envuelto en llamas. Quemando el bosque alejaban a los lobos porque se quedaban
sin escondite y, de paso, los ganaderos conseguían así más zonas de pasto para
sus vacas. Se acabaron los lobos, pero se llevaron el bosque por delante.
No todos los animales del bosque consiguieron huir
y fueron muchos los que quedaron engullidos por el fuego. Los que pudieron
salvarse, menos el zorro, al que no se le volvió a ver en mucho tiempo, se
juntaron para refugiarse detrás de unos descampados que hacían de cortafuegos.
Todos lloraban en silencio contemplando impotentes cómo su casa se convertía en
cenizas, sin que sus lágrimas sirvieran para nada. Pasarían muchas lunas para
poder volver allí, si conseguían sobrevivir en otro hábitat.
Por encima de sus cabezas se sintió el pausado
aleteo del viejo cárabo. Con su ulular penetrante parecía recordarles que las
soluciones más rápidas casi nunca son las buenas y que la violencia genera destrucción
y más violencia. Era ya demasiado tarde para aprender la lección y solamente
les quedaba soportar aquel duro escarmiento.
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