¡Qué bonito era mi barrio!

 QUÉ BONITO ERA MI BARRIO

 

Este es el solar donde estuvo mi casa

Yo nací en la misma casa en la que pasé mi infancia. Entonces no había hospitales para los nacimientos –al menos en los barrios obreros que yo sepa- y las matronas acudían a los domicilios. Mi casa estaba en medio de un barrio de casitas unifamiliares adosadas con jardín delantero y patio interior trasero, compartido por el resto de casitas de la propia fila y la de enfrente, al estilo inglés. Esto favorecía la relación entre los vecinos y para los niños suponía todo un espacio de puertas abiertas. La casa era distinta a todas las demás. Yo podía entrar y salir por las casas de mis amigos, pero ellos no podían entrar en la mía. Se trataba de un caserío pequeño de cuatro vertientes en el tejado, al estilo de las Encartaciones. Una cooperativa obrera de principios del siglo XX, La Familiar, había comprado los terrenos de esa propiedad para edificar las casas. Había mantenido el caserío de los dueños para que fuera la sede de la cooperativa. Tenía los archivos en un gran salón que servía para las reuniones en la planta de arriba. Era algo que nosotros no podíamos tocar y cuando había reunión teníamos que irnos de casa. Aún recuerdo las formas de las sillas que tenían el respaldo de cuero con una imagen grabada. Hace años que lo derribaron y su solar es ahora un aparcamiento de coches.

Mi abuela Leoncia –Leontxi para su familia- al terminar la guerra, tras el encarcelamiento de mi abuelo Pepe, se tuvo que venir desde Abadiano, donde habían nacido la mayor parte de sus hijos, con una mano por delante y otra por atrás y con sus seis retoños –el mayor había muerto en la guerra- a Barakaldo, donde vivían sus hermanas María y Generosa. Éstas le procuraron el alquiler de la casa de la cooperativa. Al parecer tenían influencias porque pertenecían al círculo carlista de Barakaldo y en aquel tiempo de posguerra los carlistas eran del bando de los vencedores y disfrutaban de una posición privilegiada.


Unos diez años después aparecí yo. Aún tuve que convivir con el menor de mis tíos y con mi abuelo Pepe que ya había cumplido su condena. Éste estuvo un tiempo recluido trabajando en La Piqueta del astillero de La Naval, junto con un buen número de represaliados de guerra, pero cuando yo nací ya estaba jubilado. Mi abuelo fue una figura determinante en mi historia, porque ante  la ausencia de un padre no viene mal contar con un abuelo. Y vaya que si conté con él.

Mi familia solo ocupaba la planta superior. La de abajo estaba alquilada por un matrimonio que, además de vivir allí, regentaba la única tienda de ultramarinos del barrio. Teníamos un portal exclusivo, con una carbonera bajo la escalera de buen tamaño, que en aquella época era una dependencia imprescindible para almacenar el carbón para la cocina, además de papeles, leñas y los trastos de rigor que nunca se sabe dónde ponerlos. Creo recordar que, además del carbón que se compraba, los familiares que trabajaban en AHV nos pasaban de vez en cuando parte de la escarabilla que les regalaban en la empresa. Tanto en el descansillo de la escalera, como en mi habitación había sendos ventanales desde los que yo controlaba los movimientos de los patios colindantes, así como los del vecino de la planta baja. Ingenuo de mí, solía preguntar a mi madre por qué después de Navidad apenas se veían gatos.

La fachada delantera tenía un balcón que se extendía de punta a punta de la misma. En frente estaba la plazuela que era el centro neurálgico del barrio. Los mejores recuerdos de ese balcón son las noches de verano en que mi abuelo Pepe me pedía que estuviera con él tomando el fresco después de cenar. Entonces me contaba todo tipo de aventuras y desventuras que le habían sucedido en sus años de marino. Me enseñaba también cómo orientarme, como conocer los vientos y no me faltaron los mítines  sobre lo bien que lo había hecho Castro en Cuba o que los malos no eran los comunistas sino los americanos o celebrando que el primer cohete que se puso en órbita fue el de los rusos.

En mi familia nunca nos faltó lo fundamental. Como decía mi tía abuela María, somos pobres pero con dignidad. Si solo tenemos que comer unas tristes patatas, las comeremos puestas con gusto. Entre las mayores había una tradición de excelentes cocineras. El pollo, algún filete o similares estaban reservados para Navidad o para algún compromiso excepcional. En mi casa siempre abundó el pescado, porque mi abuelo traía de lo que pescaba y porque estaba más accesible a las restringidas economías del momento. Nuestra base alimenticia fueron las legumbres y sus sacramentos. En los demás aspectos de la vida, aún recuerdo cómo mi madre calentaba agua en la chapa y luego me bañaba en un barreño. Después de muchos años pusieron mis tíos un invento que quería ser una ducha sobre el retrete, que hacía de plato. La mayor parte de mi ropa procedía de la que iban dejando mis tíos, que luego la habilidad de ama se encargaba de ajustármela al punto. De joven le había tocado coser para intendencia y para remendar todos los rotos de la tropa de hermanos. Cuando pillaba alguna tela y tenía tiempo, se hacía alguna bata o delantales.

El enorme salón era mi centro de operaciones favorito cuando no podía salir a jugar a la calle. Allí tenía espacio para montar una batalla entre los indios y el sexto de caballería o de barcos piratas. Lo bueno de no tener en aquellos años esos muñequitos que se doblan y que tienen diversas formas, que tardaron mucho en aparecer, era que me bastaban las bolsas de pinzas de mi madre y el resto lo ponía la imaginación y la fantasía. También sirvió para que mi hermana y yo jugáramos a peleas. Empezábamos dejándome ganar –tiene cuatro años menos que yo- y luego seguíamos, hasta que a mí se me escapaba la mano o le daba un mal golpe y acababa llevándome una bronca por bruto.

La plazuela que había delante de mi casa tenía varios plateneros y resultaba un lugar magnífico de encuentro para los juegos de los niños y para el control de las madres. En realidad todas las calles de la urbanización eran nuestro territorio, en el que nos sentíamos seguros. A la vez resultaba el escenario ideal para jugar a polis y ladrones o a “tres navíos en un mar, otros tres en busca van”. No faltaban las luchas de romanos, pero lo mejor de ese juego era el preparar nuestras espadas y escudos a base de hacernos con maderas, palos o cartones. Había otra actividad que nos fascinaba, entre otras cosas, porque no se podía contar muchas veces con la materia prima, que se conseguía en una empresa química cercana al barrio, la Unquinesa, en la que trabajaba mi tío Paco. Se trataba de hacer un hoyo en el barro, llenarlo de agua, echarle carburo y taparlo herméticamente con una lata de hojalata bien clavada bocabajo en el barro. Nos separábamos rápidamente para protegernos de la explosión y hacíamos desafíos a ver quién lo lanzaba más alto. En aquellos años era impensable contar con un balón de fútbol, pero eso no era impedimento para echar algún partido. Buscábamos alguna bolsa o cachos de cuero, lo rellenábamos de papeles y todo lo que pudiera hacer bulto y lo atábamos con cuerdas. Asunto arreglado. Lo de jugar al frontón era más peligroso porque enseguida aparecía la dueña de la casa para echarnos de allí en cuanto sentía los primeros golpes.

Un muro cerraba el barrio por su parte más baja, aislándolo de las vías del tren minero de la empresa Franco Belga, que bajaba el mineral a uno de los embarcaderos de la ría. Teníamos prohibido andar por la vía, pero eso resultaba imposible de cumplir. Como todo lo peligroso, ejercía sobre los niños del barrio una irresistible atracción. Poníamos en los raíles puntas grandes que nos quedaban niqueladas para jugar al hinque, después de que les pasara por encima todo el convoy. En nuestro barrio había terrenos sin urbanizar y allí jugábamos a clavar en el barro nuestras puntas. También poníamos chapas y toda clase de objetos metálicos para darles formas que sirvieran para nuestros juegos. Antes de colocar nuestros tesoros, siempre se encargaba a uno que pusiese la oreja en los raíles para advertir cuándo se acercaba el tren, como lo habíamos visto en las películas del lejano Oeste. La vía tenía en sus laterales unas zanjas profundas que siempre estaban llenas de agua, y es que entonces parece que llovía mucho más. En ellas abundaban los “zapaburus”, como llamábamos a los renacuajos. Pasábamos bastantes ratos pescándolos y los llevábamos en alguna lata o similar como un trofeo de pesca. La vía tenía otro atractivo inigualable: parapetados en el muro y subidos a los bancos, adosados a él para descanso de los mayores, tirábamos piedras a los mineros que iban controlando el tren y que luego se encargaban de manejar los vagones para volcarlos en el cargadero. Éstos, enfadados, solían tirarnos unos “morrillos” del mineral, pero, como nos daba tiempo a agacharnos, lo único que conseguían era proveernos de más proyectiles. Así que, cuando los trenes volvían descargados, recibían una refriega mayor con su propia mercancía y ya no podían responder a nuestro ataque. Creo que en una ocasión rescaté a mi hermana de las vías cuando se acercaba el tren y ella no se había dado cuenta porque estaba concentrada jugando. No dije nada en casa, pero mi madre acabó enterándose porque yo me despertaba por las noches gritando su nombre y no le costó nada tirarme de la lengua porque, según dicen, yo no sabía mentir.

El barrio estaba rodeado de industrias. Ya he mencionado la Unquinesa. Estaba al lado del campo del fútbol del Barakaldo y recuerdo un partido en el que le viento trajo todo lo que estaba echando y hubo un buen rato que no se veía a los jugadores. La pitada y el griterío fueron históricos. Allí pegada había otra industria química Lariasa. Los dueños le compraban jibiones a mi abuelo, que era un acreditado especialista en conocer los caladeros de El Abra. Yo se los llevaba en un plato tapado con un paño húmedo, después de que mi madre los hubiese limpiado. No recuerdo el dinero que daban, pero lo que más me dolía era que no entendía por qué aquellas joyas de la cocina, que me encantaban, tenían que comérselas esos señores y no yo.

Al otro lado de la ría estaba la Ciurrena delante de la cantera que le suministraba la piedra para producir cemento. Cuando el viento venía del Serantes el barrio quedaba vestido de ese blanco grisáceo  del cemento que le daba un aspecto deprimente. Había veces que podías barrer un poco la calle y tenías una buena cantidad de cemento para las chapuzas. Las mujeres solían quejarse de que la ropa que tenían tendida secándose se les quedaba tiesa y sucia. También controlábamos, pero de lejos, el pequeño tren de AHV, que pasaba justo por el borde del Galindo, con su enorme balde abatible lleno de la escoria humeante –desechos de la colada del alto horno- que luego depositaba, a modo de escollera, para ir ganando terreno a los fangos de las orillas. Además estábamos informados de las horas porque conocíamos de sobra las sirenas que marcaban las entradas y salidas de las grandes empresas situadas en los alrededores del pueblo. Así que podíamos calcular perfectamente el tiempo que nos quedaba para ir a casa o a la escuela, según cuál fuera la que sonara. Otra empresa que también me tocó aguantar lo suyo fue la Sefanitro, recién inaugurada y dedicada a fabricar abonos, sobre todo cuando fui a estudiar al colegio salesiano. La fábrica estaba a tiro de piedra del colegio, solo que no se la veía porque estaba en medio el pequeño montículo de Rontegi. Los escapes de azufre nos obligaban a cerrar ventanas e impedían salir al patio en los recreos. Para más inri, esta empresa pagaba el colegio salesiano a los hijos de sus empleados. La contaminación de Sefanitro fue una cruz para todo Barakaldo que se tuvo que soportar “velis, nolis”, porque actuaban con total impunidad al ser una empresa de interés político para el franquismo. En mi regreso a Barakaldo al comienzo de la transición, pude participar en las protestas populares para que la quitasen porque ya resultaba claramente dañina y se estaban dando problemas de salud en los barrios cercanos.

A la ría solo bajaba a acompañar a mi abuelo cuando iba a coger gusana para cebo. Alguna que otra vez cometíamos la osadía de escaparnos a jugar por allí, cosa totalmente prohibida. Recuerdo que una vez pasamos por el puente peatonal a la zona de Sestao, por donde pasaban los obreros de La Naval o de la Aurrera o de los hornos de Sestao. Como la marea estaba baja, había unas barcazas varadas en la orilla. Parecían abandonadas y mostraban bastantes destrozos, así que nos pusimos a jugar en ellas pensando que estaban abandonadas. Yo estaba balanceándome en una como si las olas la moviesen, cuando, sin beberlo ni comerlo, recibí un tortazo que me tiró y me dejó aturdido. Un señor mal encarado había aparecido sin que nos diésemos cuenta y, en vez de chillarnos optó por sacudir al primero que pilló –casualmente a mí- mientras los otros dos salían por patas. El oído me estuvo zumbando durante dos días pero no me pude quejar porque eso era preferible a la que me podía caer por haber ido a territorio prohibido.

Además de la tienda de ultramarinos de Manolo, que era la de la planta baja, también gastábamos en la cooperativa de consumo La Cruz, que se llamaba entonces. Su nombre primero fue Bide Onera pero para el glorioso movimiento nacional era un nombre prohibido, hasta que después de la transición volvió a recuperarlo. Me mandaban a comprar la leche, con un pequeño cántaro metálico, a la cuadra de la Sinfo, que estaba en Beurko. Uno de mis recados habituales era ir donde Avelina que vivía una calle más abajo y se dedicaba a vender huevos. Yo llevaba una huevera de alambre, pero un día perdí el billete de dinero y me tuve que volver a casa, donde recibí una buena colección de pescozones además de contemplar horrorizado el disgusto de mi madre. Mi tío Luis, que aún vivía con nosotros, me salvó el culo, porque bajó corriendo y lo encontró entre los arbolitos de uno de los jardines de delante de las casas. En Bagaza  Botijo tenía la tienda de chuches de la época, además de vender tabaco y cosas sueltas. También estaba Melchora que tenía unas ovejas y la arenera, que vendía entre otras cosas arena para fregar los pisos de madera. Según me contó ama, ella rompió aguas mientras estaba arenando la escalera –que se lo digan a las de ahora- y a las ocho de la tarde nací yo con cuatro kilos un catorce de agosto. Si hubiese nacido chica me habría llamado Begoña, dadas las fechas, pero como fui chico mi padre quería que llevase su nombre, Luis, y mi madre que el de su hermano muerto en la guerra, Fernando. El acuerdo fue muy fácil y me llamo Luis Fernando.

Yo solo conocí a mi abuelo Pepe. Mi abuela Leoncia murió un par de años antes de que naciera yo, pero su lugar lo ocupó la señora Josefa, que al parecer fue muy amiga suya. Esta buena señora me quería mucho, según me decían, pero a mí me daba algo de miedo. Eso sí para mi madre era una tabla de salvación, porque por las tardes me recogía, me daba de merendar y hacía los deberes en su casa, porque ama salía tarde de trabajar. Solo tenía un hijo que era marino mercante y no aparecía nunca por el barrio. Josefa y su nuera no se podían ni ver, así que tampoco podía tener contacto con su única nieta. De este modo vine a ocupar el vacío de su corazón de abuela y me trataba a cuerpo de rey. Mira por dónde, después de muchos años comprobé que su nieta había puesto en la casa de La Familiar de su abuela un centro de estética o algo parecido.

 


Con la familia de mi padre tuve muy poca relación. Solo tengo algún vago recuerdo de haber visitado a alguno de mis tíos: Mariano, Gloria, José y Chomin, que era mi padrino de bautismo y siempre estaba enfermo. Mis abuelos paternos ya habían muerto cuando yo nací, pero aún vivía en Erandio, como la mayor parte de la familia paterna, la tía Escola que era hermana de mi abuela Marcelina. Mi madre me solía llevar a su casa porque era con la que mejor se llevaba de la familia de mi padre. A mí me trataba con mucho cariño y me encantaba ir a su casa. Allí estaba asegurada la merienda, además tenía unas nietas mayores que yo, pero me encantaba estar con ellas porque me parecían guapísimas. Después de muchos años he coincidido con ellas dos en alguna manifestación por la paz. El problema que yo tenía para ir a Erandio era que había que atravesar la ría y me daban miedo los bandazos que daba el gasolino cuando había mar revuelta.

Junto a la casa de Josefa había una campita que las vecinas cuidaban para que se mantuviese siempre bien la hierba. En ella tendían las sábanas blancas, lavadas con añil, cuando daba el sol para que quedasen perfectamente blanqueadas. También era el centro de operaciones cuando tocaba varear los colchones de lana o de borra del vecindario. Recuerdo que alguna vez participé en aquel trabajo, pero supongo que además de molestar no haría mucho más. Cuando la campita estaba libre de sus funciones domésticas era el lugar ideal para jugar a tirarnos por el suelo. Curiosamente allí solíamos coincidir jugando los niños y las niñas, cosa poco habitual en aquel entonces. Tengo un recuerdo imborrable de una niña mayor que nosotros, que acaba de llegar de Rusia. Era hija de una niña de la guerra y vivía con su familia en una casa de pisos, que llamábamos la casa de López. Resultó ser antipática y muy mandona. Como era la mayor nos quitaba cosas o no nos dejaba jugar. Un día me quiso quitar un ovillo de cuerda fina, que llamábamos hilobala, con el que estábamos haciendo alguno de nuestros inventos. Yo me resistí y, aunque ella se lo estaba llevando porque era más fuerte que yo, yo no solté el hilo hasta que éste me hizo un surco en el dedo índice de la mano derecha que me ha acompañado toda la vida y que estoy contemplando ahora mientras escribo esto.

Mi primera amistad especial entre los tres o cuatro años fue una amiga, no un amigo,  una niña de mi edad que vivía en una de las casas contiguas a la nuestra. No me acuerdo ya del nombre, solo que era de la familia de Parrita. No me queda de ella más que un recuerdo vago de cómo jugábamos en la plazuela y en la entrada trasera de su casa, ni siquiera me acuerdo de su cara, pues al poco tiempo su familia emigró a Venezuela. Según me recordaba su abuelo siempre que me veía, éramos inseparables y le daba gusto ver cómo nos entendíamos. Curiosamente la última vez que pude verle, aunque apenas podía hablar ya, conseguí entenderle que mi “novia”, como él la llamaba, también había estudiado magisterio y estaba ya ejerciendo, como yo que en aquel entonces estaba iniciando mis pasos profesionales en el colegio S. Juan Bosco de Burceña. Igual resulta que lo de almas gemelas no es tan disparate.



Ángel y yo

Mi principal amistad era Ángel “pistolas”. Nos hicimos inseparables en el barrio. Podíamos jugar con otros pero siempre íbamos juntos. Yo entraba en su casa como si fuese la mía. En una de las casas de al lado de la suys vivía Segundo, que era portero del campo de fútbol del Baracaldo, y nos colaba sin pagar. Aunque Ángel iba a La Salle, porque su padre trabajaba en AHV, y yo a la escuela pública de Bagaza, seguimos jugando juntos. A propósito, la escuela de mi infancia sigue aún en pie y María ha ejercido en ella de profesora y bibliotecaria. Los maestros que tuve eran unos señores muy severos, como se estilaba en la época. D. Luis era concejal en el ayuntamiento y pertenecía a la falange. El único recuerdo que tengo de él fue que cuando cantábamos los himnos a la entrada, brazo en alto, me tumbó de un bofetón porque ese día yo llevaba una boina por el frío que hacía. D. Segundo un carca de libro, que solo nos aburría con la caligrafía y nos hacía leer de vez en cuando. D. Isidoro era un maestro en el auténtico sentido de la palabra. Recuerdo que nos adornaba con sus dibujos las portadas de los cuadernos. Jamás levantó la voz y en su clase daba la impresión de que no había nadie. A los 9 años mi madre me cambió a los salesianos. También compartí juegos y amistad con otros chicos de Beurko viejo, Pazos y Garrido. Jugábamos en la casa de Pazos y en los patios de alrededor. Aún recuerdo que allí monté un teatrillo para los más pequeños y para entrar al espectáculo nos tenían que pagar con trozos de azulejo.

La necesidad de viviendas ante el boom de la inmigración de los años 50, obligó al ayuntamiento a promocionar viviendas baratas. También tuvieron iniciativas similares las grandes empresas para mejorar el modo de vida de sus empleados. Así se fueron consolidando un buen número de barrios con grupos de casas: las de AHV, las de la Babcok, las de Sefanistro, las de Euskalduna. Junto a nuestro barrio se levantó un grupo grande en las campas que estaban entre Bagaza y el chalet de Uriarte –hoy junto a Paúles-. Eso supuso un nuevo territorio de aventura metiéndonos por los pisos en construcción, compitiendo por el dominio del terreno con las cuadrillas de los otros barrios colindantes en batallas un tanto peligrosas, dado el copioso arsenal que las obras proporcionaban. Con suerte salí ileso de las mismas. También teníamos peleas territoriales cuando llegaban las sanjuanadas. Teníamos la costumbre de almacenar enseres, cartones, maderas sueltas y todo el material fungible para el evento en un rincón del barrio. Sabíamos de sobra que había cuadrillas que se dedicaban a robar en dichos montones cuando no habían conseguido juntar gran cosa para los suyos, así que era de obligado cumplimiento hacer turnos de vigilancia para dar la voz de alarma si se veían movimientos sospechosos. Tengo grabado el recuerdo de una pelea con los de la Cábila, que tenían fama de matones. Cuando conseguimos echarles, hubo algunos que para que no les siguiésemos nos lanzaban piedras con tiragomas, pero el chaval de peor fama de ese barrio llevaba su chimbera –escopeta de aire comprimido-, y su perdigonada me la llevé yo y eso que éramos más de diez. Menos mal que tuve algo de suerte y me dio en el pecho, porque me podría haber dado en otro sitio  más peligroso. Las sanjuanadas aquellas no tenían nada que ver con las de ahora, por el sentido de pertenencia al barrio que había y por la colaboración de todos, porque, además de lo que habíamos recogido los peques, al llegar la fecha cada casa aportaba más leña o muebles o periódicos viejos. Las madres preparaban chocolate con galletas u otras golosinas. Cómo no, podíamos quedarnos en la calle hasta que se apagase la hoguera, lo cual era un puntazo excepcional a nuestra edad y en aquella época.

No sé en qué medida fui feliz en mi infancia o simplemente fui un felisín. Lo que agradeceré toda mi vida es haber podido disfrutar de un entorno acogedor con identidad propia y en una zona semiurbana que nos permitió jugar y convivir, lejos de los peligros urbanos. Además con el aliciente de contar con espacios abiertos y recursos que invitaban a inventar juegos y a corretear a nuestras anchas. Viendo cómo están ahora las cosas de la infancia, he de reconocer que el progreso no les ha favorecido precisamente: ocio organizado o reglado, protección constante, costumbres sedentarias… ¡Y qué desastre! Ya no saben comer los bocatas del pan de verdad con chorizo o con chocolate pinchado en la miga. En cambio les dan unas miguitas blandas a la boca con alguna lonchita también finita. Lo dicho, me dan pena porque no saben lo que la historia les ha arrebatado a una gran mayoría con tantas mejoras en la vida.

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