LA SENTENCIA

 

LA SENTENCIA

Basado en historias reales

Ya no sabía qué hacer con aquel endiablado caso que le habían encomendado en el despacho. Como no había podido decir que no, Lucas se lo tenía que comer con patatas. Desesperado se puso a rastrear casos especiales de sentencias absolutorias extrañas. Para su asombro se encontró con una reseña periodística datada nada menos que en 1920. Se dio en un juzgado de las Merindades burgalesas. Al parecer una vecina había sumergido a otra en el pozo contiguo a la vivienda de ésta hasta que consiguió que falleciera. El juez de turno la declaró, fuera de todo pronóstico, inocente, lo que provocó una ruidosa aprobación por parte del público asistente, formado en su mayoría por vecinos de su población. El magistrado alegó en su favor, que los hechos se produjeron en un estado de enajenación mental transitoria de la acusada, por lo que no fue consciente de lo que había hecho.

Aquello resultaba más que chocante tanto por la sentencia en sí, como por la reacción del público. Le picó la curiosidad y se quedó con el nombre de aquella población, aunque no le sonaba de nada. Sin embargo su familia tenía una casa en uno de los pueblos del norte de Burgos y desde allí podría localizar el lugar de los hechos. Se puso a investigar durante un fin de semana en el que se dejó caer por la casa de su familia a cuenta de un san queremos. Tuvo suerte: Francisco, un tío muy mayor de su madre, sabía dónde estaba el lugar porque de joven le había gustado hacer rutas y excursiones por todas las Merindades. Hablando de cómo sabía dónde estaba aquella aldea, le contó que conocía a uno de sus vecinos que había trabajado con él en la fundición de Sta. Ana de Bolueta. Este hombre después de jubilarse se había vuelto a vivir a su pueblo. Había bajado a Bilbao con solo dieciocho años, así que tenía todas las posibilidades de conocer las historias y los chismes del pueblo y sus alrededores.

Estaban entrando en el otoño y el tío de su madre aún estaba en el pueblo. Hasta Todos los Santos, según cómo viniese de crudo el otoño, no le traían sus hijos a casa. Aprovechó un fin de semana para subir al pueblo, con la disculpa de ayudar a su madre a hacer unos arreglillos en la casa familiar. No perdió el tiempo. Sabía que después de comer podía encontrar al tío Francisco con su copita en el bar de la plaza, a la espera de formar cuadrilla para la partida de la tarde. En efecto, estaba con un amigo comentando alguna noticia de las que estaban dando en el telediario, así que fue directo a por él antes de que comenzase la partida, después de empezar ésta sería un pecado imperdonable la más mínima interrupción.

—Sí, ya me contó tu madre que estabas interesado en conocer a alguien de ese pueblo. Es un pueblucho en el que hay más cuadras que viviendas abiertas. Parece que en su tiempo tuvo más habitantes pero, quitando veraneantes o los que suben los fines de semana, solo queda media docena de familias.

El amigo se interesó en lo que estaban hablando y Francisco le explicó dónde estaba ese pueblo. Pertenecía a un concejo con cuatro poblaciones y ésta era la más pequeña. Había perdido mucha población y tenía un gran número de casas vacías que estaban en venta.

—En ese pueblo vive Eusebio -continuó el tío-, creo que  le conoces  de vista. Éste estuvo conmigo en la fundición cuando éramos jóvenes.

—Ya sé quién dices nos encontramos con él en el mercadillo de Espinosa y luego estuvimos tomando unos vinos. Algo contó que en su pueblo había malos rollos y que él no se metía, aunque algunos de los liantes fuesen familiares suyos.

—Pues cuando quieras subimos, sobrino.

—Por mí mañana mejor que pasado.

—Pues mañana mismo. Ahora que si quieres invitarle a algo tendremos que ir al pueblo de al lado, que allí por no haber ni hay bar.

—Hecho. Hablo con mi madre y quedamos.

Ya habían entrado en el bar otros compadres y se estaba preparando la partida. Había sido previsor para llegar a tiempo.

Tardaron algo más de lo que suponía en llegar a aquella población. Constaba de una serie de casas típicas de la arquitectura popular de las Merindades. Un pilón viejo, en el que abrevaban dos yeguas, con un espacio vacío a su alrededor que hacía de plaza, rodeado de algunos robles de considerable tamaño y una iglesia con aspecto descuidado, en la que ya no se recordaba cuándo se había oficiado alguna misa. Detrás de la iglesia un pequeño cementerio por cuya puerta de forja salían unas zarzas, que ya no tenían espacio suficiente dentro de él por la  maraña de hierbas y ortigas que cubrían parte de las tumbas. El tal Eusebio iba charlando con el tío dando todo tipo de explicaciones sobre lo que había sido el pueblo y el porqué ahora se había quedado con cuarenta habitantes y unos cuantos hijos de los que emigraron, que pasaban fines de semana y vacaciones en las casas que dejaron sus antepasados.

—Esa historia por la que me preguntas –siguió explicando Eusebio- es de las más lúgubres que se recuerdan en este pueblo. En realidad hoy en día no queda ninguna persona viva que conociese a la tía Luisa o a la Carmela, que así se llamaban las implicadas. Fue uno de esos hechos que se han ido contando de una generación a otra. Como pasa en estos casos se van creando versiones distintas. Yo se lo oí contar a la señora Clarisa. Ella decía que su abuela Micaela había visto sacar del pozo el cadáver de la tía Luisa.

—En la información que encontré no ponía nada de cuál fue el motivo que llevó a una muerte tan extraña –comentó Lucas-.

—Pues yo no te lo puedo asegurar. He oído varias versiones: que se llevaban mal desde jóvenes, que fue un tema de celos o de cuernos o que tenían un litigo con la casa de la asesinada. Creo que la que está más informada de sucesos e historias es la señora Rosa, la más mayor del pueblo. Nació aquí, siempre ha vivido en el pueblo y le van a caer lo noventaitodos. Es probable que podamos verla, porque no sale de casa.

Antes de dirigirse hacia la casa de la señora Rosa se quedaron contemplando la casa de la víctima. Tenía la típica forma de la arquitectura popular de las Merindades. Llamaba la atención la balconada que ocupaba la fachada del primer piso. La balaustrada estaba medio carcomida por el deterioro de la intemperie. Las paredes estaban construidas con piedras bien talladas. Había un corralón adosado a la casa en el que se podía entrever por encima del muro medio derruido un carro que parecía decir “mírame y no me toques”, además de restos de colmenas y otros trastos innombrables. En la parte delantera había un pequeño terreno lleno de hierbajos y todo tipo de zarzas con algunos árboles frutales. Unos tordos entraban y salían por las ventanas del piso alto.

Eusebio les comentó que se la consideró en una época una casa maldita. Primero hubo una familia que tenía tres hijos y los padres murieron a causa de una de esas pandemias que hubo a principios del siglo pasado. Los tres chicos se quedaron solos y nadie les quiso atender por miedo a que estuviesen apestaditos. El mayor no llegaba a los quince años, pero estuvieron mucho tiempo viviendo de lo que pillaban por los huertos y de la caridad de algunas personas. Corrieron por el pueblo el bulo de que por las noches se oían unas voces terribles y que estaban muertos de miedo. En un principio nadie los hizo caso e, incluso se reían de ellos. Hasta que consiguieron que una noche varios matrimonios acudieran a comprobarlo. El mayor les atendió y, entre tanto, los otros dos dieron un repaso a las despensas de los incautos que acudieron.

—El hambre agudiza el ingenio –rio Francisco-.

—Ya, pero de la misma se avisó a la guardia civil y acabaron en el orfanato de Burgos y no se supo nada más de ellos. La siguiente familia que habitó la casa acabó marchándose de inmediato, porque la primera hija que nació fue muy prematura y sobrevivió gracias al empeño de la abuela: se  pegó la criatura al pecho y se envolvió en mantas durante tres meses hasta que se cumplieron los nueve meses.

Tanto el tío como él preguntaron por el pozo. En el recorrido que habían hecho no habían visto ninguno. Eusebio les señaló una especie de depósito que estaba medio camuflado entre tres robles imponentes. Muchos años atrás, poco después de terminar la guerra civil, se había hecho una conducción desde el pozo al pilón del centro del pueblo y por eso se le había dado forma de depósito.

—Vaya, no podemos tener la curiosidad de calcular cómo lo tuvo que hacer.

—Se cuenta que la encontró inclinada sobre el pretil queriendo coger agua y, sin decir ni pío, la terminó de volcar y luego consiguió mantenerla bajo el agua. Otros dicen que antes la golpeó hasta dejarla inconsciente y luego la sumergió hasta que comprobó que ya había muerto.

—Pues sí que se empleó a fondo. Supongo que tardarían  en encontrar el cadáver, porque la familia la estaría buscando por todas partes preguntando a conocidos y familiares.

—Yo solo te puedo decir que la tal Carmela se dio a la fuga, pero también se  comenta que al cabo de un tiempo se entregó en un cuartel de la guardia civil. De quién y cómo encontraron el cadáver no os puedo decir nada.

Acudieron a casa de la señora Rosa. Era un edificio típico de la zona con una parte delantera para la vivienda y otra trasera para pajar, cuadra y almacén de todo. El entorno estaba cuidado con unos tiestos en las ventanas y unos parterres de rosas y de margaritas. Una higuera completaba el cuadro de la entrada. La buena señora aún se valía para andar por casa. Tenía, según comentó, dos hijos pero uno vivía en Burgos y la hija en Santander, así que prácticamente los veía en verano cuando pasaban algunos días de vacaciones o en las fiestas. Contaba con una ayuda de la Junta que consistía en una persona que varias veces a la semana le arreglaba la casa y le atendía en los problemas que pudieran aparecer. La sorprendieron cuidando las flores y les recibió con la mejor de sus sonrisas. Hizo un par de bromas con Eusebio y éste pasó a exponer qué querían preguntarle.

—Aquí le traigo a estos señores que son amigos míos. Francisco un compañero de trabajo y su sobrino que es abogado. Parece que el chico quiere informarse de lo del crimen del pozo. 

—Encantada. Eso fue hace mucho, fíjese que mi madre era una niña cuando sucedió. Ella sí que recordaba cosas, pero claro, como a todos los niños, se la tenía al margen de esos acontecimientos tan desagradables. Pero ella era muy cotilla y siempre andaba escuchando las conversaciones de las mayores sin que se dieran cuenta.

—¿Y la madre de usted le contó algo sobre cómo sucedió todo aquello?

—Pues… -dudó un momento- sí y no –se quedó mirando las caras de desconcierto de sus visitantes mientras les dedicaba una sonrisa pícara exhibiendo su dentadura postiza-. En realidad yo hice lo mismo que ella, o sea, que estaba a todos los cotilleos y las discusiones que se cocían en las noches de verano a la fresca o en el lavadero. Creo que mi madre era la que más sabía de ese asunto que les preocupa, pero había que tener en cuenta  lo que aportaban otras mujeres. Recuerdo que siempre acababan discutiendo si se entregó o si la fueron a buscar para detenerla o pasando lista de los vecinos que acudieron al juicio para apoyarla.

—Eso es lo más chocante, que los vecinos aplaudieran la sentencia absolutoria con entusiasmo –comentó el joven-.

—Ay majo, cómo se ve que tú no has salido de la ciudad. No puedes entender las rencillas y odios que se crean en los pueblos pequeños. La historia tiene mucho más miga que lo del crimen –les llevó a un banco que había a la sombra de la entrada y se sentó porque aquello iba para largo-. Aquella mujer, Luisa se llamaba, no era del pueblo. Había venido de la zona de los pasiegos. Se casó con Armando y se instalaron aquí. Él trabajaba en algo del ferrocarril y al poco de casado tuvo un accidente en el trabajo y de aquello se murió. En aquella época los adelantos médicos de ahora no existían. Total que ella le sacó una buena tajada a la empresa porque, según contaron, ésta tuvo la culpa del accidente. Alquiló los pastos de su marido y vendió el poco ganado que tenían. Así que se dedicó a vaguear y a presumir porque podía gastarse el dinero en caprichos, claro, no tenía otras obligaciones.

—Le oí comentar a Clarisa que su abuela contaba que ya se había ganado la enemistad de la mayor parte del pueblo antes de quedarse viuda –comentó Eusebio-.

—Desde el principio dio muestras de ser muy picajosa y muy metete. La familia de él no se llevaba bien con ella y acabaron sin hablarse, sobre todo por el lío que montó con lo de las tierras y la leña. Pero quizás le habrás oído también a Clarisa decir que se puso en contra a todas la mujeres del pueblo. Le gustaba tontear con los hombres, se pasaba por la taberna, cosa mal vista por entonces, se ponía vestidos escotados y cosas así. Luego se lo pasaba por la cara a las demás cuando estaban en el lavadero. Allí hubo de todo a cuenta de ella: insultos, peleas, tirones de pelos.

—En ese plan lo de los aplausos en el juicio tienen todo el sentido del mundo –exclamó Francisco-.

—Pues eso no es más que el comienzo. Hubo un tonto que picó el anzuelo. Primero muy a la chita callando se puso a tiro del bueno de Jerónimo, hasta que lo volvió loco porque se… -hizo un gesto para dar a entender que mantenía relaciones cada vez más frecuentes-. A todo esto las desavenencias y las broncas con su mujer, Carmela, estaban a la vista de todo el pueblo que no entendía cómo un hombre tan pacífico como Jerónimo se había vuelto tan pendenciero.

—¿Y la mujer no sospechó nada o se aguantó hasta que estalló? –preguntó Lucas-.

—Eso nunca se sabrá, porque no se lo podemos preguntar a ella. Lo que yo escuché contar parecía ser lo primero. Ya sabéis que en muchos casos el último en enterarse de lo que pasa es el principal afectado. Además en estos pueblos pequeños se acaba sabiendo todo, aunque nadie lo diga. Así que al parecer tanto fue el cántaro a la fuente que acabó por romperse. Tantos viajecitos a casa de Luisa, por muy disimulados que los hicieran, se fueron haciendo de dominio público. Ya se sabe: en estos pueblos no se ve a nadie, pero alguien te ve. El caso es que todo esto comenzó a provocar chismes y el personal fue hilando las broncas familiares con las escapaditas de Jerónimo, que no tenían pinta de ser para hacer reparaciones precisamente.

—Tiene razón, Rosa –comentó Eusebio-. De éstas hay muchas. Todo se resume en hacer comentarios de todo tipo, pero nadie se atreve a poner al corriente al interesado, interesada en este caso, cuando es la principal perjudicada.

—Hombre, -remató Francisco- no falta quien prefiere no darse por enterado, por aquello de que ojos que no ven…

—El caso fue que un buen día estaban varias mujeres en lavadero y, no se sabe a cuento de qué se armó una discusión de esas que parecen tontas cuando empiezan pero que, como en esta ocasión, casi acaban a golpes. Una de las más enzarzadas era Carmela y la otra en pleno calentón le soltó una fresca que hacía clara referencia a su cornamenta. Ella se quedó cortada sin saber qué contestar, porque percibió claramente las risitas contenidas de las demás. Roja de vergüenza y con los ojos llorosos, Carmela recogió sus cosas y se fue a su casa.

—Vaya palo, pobre mujer –se lamentó Lucas-. Además no le dirían con quién la estaba engañando.

—Según lo que yo sé, fue así. Lógicamente hiló lo que acababa de escuchar con los problemas con su marido. Ella decidió dedicarse a espiar a su marido y lo pilló. Además de la bronca que le montó, fue a buscar a Luisa y le echó en cara que estaba rompiendo una familia, además de escupirle los adjetivos que os podéis suponer. Según algunas mujeres que fueron testigos del encontronazo, Luisa se lo tomó a guasa y la despreció diciendo que no era capaz de satisfacer a su marido, que era con ella con quien disfrutaba. Todo esto adobado con gestos provocativos. No llegaron a las manos porque lo impidieron las otras vecinas. Carmela se fue gritándole que eso no iba a quedar así, mientras la otra seguía con sus burlas.

—Uy, no me quiero imaginar las tensiones que se provocarían en el pueblo a partir de ese momento –reflexionó Eusebio-. Supongo que la tal Luisa ya quedaría marcada y que el personal no seguiría tomándose a bromas la situación.

—Hubo rumores de todo tipo y no se puede dar todos por ciertos. Hay quien dijo que tuvo que intervenir el cura, que aún se la siguió viendo con otros hombres, que ya no pudo acudir al lavadero con las demás mujeres… El caso es que a poco de lo sucedido apareció ahogada en el pozo. No era muy frecuentado, por lo que no se supo cuánto tiempo llevaba allí, hasta que vinieron los del juzgado y dijeron que llevaba una semana muerta. Lo primero que se pensó, lógicamente, es que había sido cosa de Carmela que, además, se había dado a la fuga y permaneció un buen tiempo desaparecida. Así que la guardia civil se puso a buscarla, hasta que apareció en un cuartel y se entregó de voluntad propia. No se conoce qué declaración hizo por lo que nadie se explica cómo pudo hacerlo. Eso sí Carmela era una mujer grandota, muy avezada en los trabajos del campo y nadie dudaba de su fortaleza. Aquí también solo hay rumores, como antes: que si primero la golpeó, que si aprovechó cuando la vio asomada, que si la engañó hasta llevarla a allí…

—Ahora sí que encaja todo lo que he leído sobre el juicio –concluyó el chico-. Tuvo que ser todo un espectáculo. Desde luego que el juez se buscó una buena coartada para disculpar a la acusada y el pueblo se quitó un problema de en medio.

—Sobre todo fue un alivio para la familia del difunto marido que se pudo librar de todos sus chanchullos, pero nunca quiso usar la casa. Se la prestaron a otra familia que estaba en apuros y cuando ésta se fue quedó abandonada. Luego del juicio la familia de la difunta se llevó el cuerpo para darle tierra en su pueblo natal.

—Ahora no tengo idea de a quién pertenece –dijo Eusebio-.

—Aurelia, era sobrina segunda del difunto. Cuando se casó marchó a vivir a Bilbao. Venían a pasar temporadas y simplemente la usaban de almacén. Luego se jubilaron y ella murió, así que el marido le encargó hace tiempo a una inmobiliaria su venta, pero al parecer no han encontrado compradores.

 

Los robles presentaban ya las canas rojizas del otoño haciendo gala de ese colorido tan especial de la estación. El suelo crujía con sus pisadas por la alfombra de bellotas que habían caído. Lucas se acercó al depósito y quiso hacerse a la idea de cómo sería el antiguo pozo. Había quedado con uno de los nietos de Aurelia. Su padre estaba enfermo y su abuelo ya no salía de la residencia que le había adjudicado la Diputación de Bizkaia. Era un hombre joven que aún no había entrado en la cuarentena, de complexión fibrosa y mirada viva. Al encontrarse le miró con pena, porque no se podía imaginar qué se le podía haber ocurrido a aquel incauto para querer comprar semejante porquería. Le costó abrir un portillo ruinoso de madera por culpa de la cantidad de hierbajos y cardos que habían poblado el terreno de delante de la casa. Unos árboles frutales, con pinta de no haber sido cuidados en mucho tiempo, dominaban el centro del terreno. En una de las esquinas más alejadas de la casa quedaban restos de lo que pudo ser una huertita. Tuvo que hacer una ligera inclinación para pasar por la puerta, mientras leía una inscripción que databa la construcción de la casa en 1836. Al entrar un olor fuerte de humedad les abofeteó en la cara. Una escalera ruinosa daba acceso al piso superior. Allí ya había desaparecido el olor de humedad, pero estaba abierto a la intemperie por una pared de mampostería medio derruida. Al abrir una de las puertas un mirlo salió volando y casi les da en la cabeza. Vio también nidos de golondrinas. La balconada debió de ser preciosa pero presentaba un estado lamentable. El dueño le sugirió que no se asomase porque no respondía de la seguridad del suelo. Vieron un hueco más grande que los demás y supuso que sería la habitación de matrimonio, donde la tal Luisa practicaría su deporte favorito. Ya no quiso subir al desván, dado que las escaleras tenían un aspecto más amenazante que las anteriores. Se sonrió para sus adentros suponiendo que podrían aparecerse las voces misteriosas de los huérfanos.

Había echado cuentas: primero el tejado, las paredes eran perfectas, las vigas de roble necesitaban sanear,  habría que vaciarla y empezar de cero. Vendiendo un terrenito que ya no querían sus padres, podría hacer frente a la obra, porque el precio del solar estaba tirado.




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