El hombre del sombrero verde

 Le he visto cruzar la calle arrastrando los pies y tomando impulso con una cachaba fina, desproporcionada para el volumen de su cuerpo. Estaba chispeando y solo iba protegido con un sombrero verde de esos pequeños típico de la gente del sur. Una chaqueta de lo más normal y pantalón un poco dado de sí le daban un aspecto de alguien que no lo ha tenido fácil en la vida y que ahora, a su edad, era posible que su pensión no le diese para muchas alegrías. Se había quedado parado en la mitad de un cruce mirando hacia todas partes sin fijarse en nada. Parecía estar totalmente desorientado, como si se encontrara en tierra extraña. Al cabo de un momento, se dirigió con la misma lentitud de antes hacia una de las aceras. Buscó el voladizo de los balcones y se quedó apoyado contra la pared. Por la forma de respirar parecía que estaba tomando aliento, como si llevase una eternidad de tiempo andando. Me llamó la atención que sobre su hombro izquierdo llevaba dos bolsas anudadas entre sí en forma de alforjas, pero no pude distinguir el contenido.


Esa forma de llevar el peso me transportó a mi infancia. Por mi barrio se oían a lo largo del día diversos llamados: la sardinera cuando había entrado algún barco en Santurce, el lechero que era una novedad con sus botellas de leche pasteurizada, el silbido del afilador, el trapero chatarrero. De más en más largo aparecía el mielero. Unos hombrecitos bajos y corpulentos con un blusón gris largo sobre unos pantalones negros. Solían llevar una gorra que era como una boina pequeña con un poco de visera, que en aquella época se comenzaba a ver por aquí en algunos hombres entre los muchos que llegaban de golpe, de vaya usted a saber dónde, a buscar trabajo. Llevaba dos barriletes atados con una especie de cinturón de cuero colgados en el hombro, como ese hombre del sombrero verde, y una mochila de tela de saco, o parecida, colgada del cuello. El grito del mielero ofertaba miel de la Alcarria, que iba sacando de los barriletes con un cacito o cucharón fino de palo para escurrirlo en el tarro de las compradoras, y  de su mochila sacaba otros productos de su tierra, sobre todo queso manchego, muy cotizado en aquella época porque era difícil de conseguir.

He vuelto a ver  al hombre del sombrero verde. Esta vez se ha apoyado en la pared de las casitas de enfrente que no tienen voladizo. En esta ocasión no lo necesitaba, porque no llovía ni hacía sol, para refugiarse. Me sigue llamando la atención su expresión corporal que delata un cansancio permanente o algunos problemas para andar, de ahí que, a falta de bancos en la calle para ir sentándose a cada poco, elige apoyarse en las paredes con un pierna recogida. Su mirada perdida, como quien duda continuamente por dónde debe dirigirse, me hace suponer que este buen hombre está aquí de paso o lleva poco tiempo viviendo en el lugar. Puede ser también que tenga otros problemas de orientación o de vista, vaya usted a saber. 


Me imagino que puede ser uno de esos señores viudos que se han quedado solos en su pueblo, o en lugar donde hayan estado trabajando, y no tienen ninguna capacidad para vivir autónomamente. Entonces los hijos e hijas tienen que llegar a acuerdos para atenderles o, en el peor de los casos, acaban embroncados y se lo reparten por temporadas. Me parece una solución de lo más triste. Un hombre mayor en esas condiciones acaba sintiéndose como un paquete que va de casa en casa y en cada una está siendo, más o menos, atendido pero percibe que está de más. De golpe le han sacado de su casa y a la vez se ha quedado sin su entorno social: amigos, vecinos, lugares de paseo, tascas... Esta era un práctica muy habitual en las zonas rurales: los hijos y las hijas se habían ido del pueblo a distintas ciudades a trabajar y a formar su propia familia y, lógicamente, no iban a dejar su vida para volver a cuidar a su padre al pueblo. No me extrañaría que nuestro hombre del sombrero verde pudiera ser uno de ellos y esté aquí tan perdido como triste, que son las dos expresiones de su cara que destacan nada más verle.

El hombre del sombrero verde puede que se encuentre dentro de un tipo de soledad no deseada que no se puede constatar ni definir estadísticamente. Consta que vive en un entorno familiar, pero no se puede certificar que la atención recibida vaya mucho más allá de las cuestiones básicas -comida, limpieza, cama-, mientras que la soledad viene marcada por la falta de comunicación entre los familiares que le rodean. De igual manera, como se suele decir, la soledad que más duele es verse rodeado de gente cuando se sale a la calle, pero no poder relacionarse con nadie. Esa misma sensación en la distancia corta de una casa debe duplicar el dolor de sentirse solo y el convencimiento de que aquí ya no pinta nada y mejor haría en morirse o, como se decía antes, "ir a reunirse con su pareja difunta".


Este hombre del sombrero verde me remueve las entrañas y me hace pensar en cuántos como él se han dejado la vida trabajando el campo o la construcción y al final se encuentran con pensiones escasas, como si no hubieran hecho nada. Éstas no les dan para poder ingresar en una buena residencia, aunque  a la mayoría no les resulta nada halagüeño quedarse encerrado, "con todo lo que se oye por ahí..." No pocos quedan expuestos a maniobras de los hijos que no quieren aportar su cuota correspondiente para que pueda contar con una residencia decente o recibir cuidados a domicilio. Cuando no, aprovechan para trajinar con la casa familiar que queda vacía o con las pertenencias que les puedan quedar a sus mayores. Las nuevas generaciones de jubilados o pensionistas ya están disponiendo de más recursos, no tienen unas pensiones tan bajas y han mejorado, sobre todo, en su nivel cultural, en su formación y, en general, en un mejor estado de salud y forma física. Pero, a pesar de todas estas mejoras, no se puede olvidar la injusticia que han sufrido esas generaciones anteriores con unas condiciones laborales explotadoras y la injusticia que pueden estar sufriendo luego cuando se han quedado con pensiones raquíticas y desorientados, sin saber qué hacer con su vida, porque solamente les enseñaron que lo suyo era trabajar y trabajar.



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