SUPERVIVIENTES
Moha
Era enjuto, de baja estatura. Su mirada
dejaba escapar reflejos de desconfianza. Su cara, en cambio, parecía una
oración de súplica. La postura rígida de su cuerpo, reflejaba una tensión y un
estado de alerta permanente. Las manos, grandes, nervudas y maltratadas,
resaltaban por su tamaño desproporcionado. Diríase que un gigante se las
hubiera prestado. Las frotaba compulsivamente, a la vez miraba hacia un lado y
otro como si estuviera esperando que apareciera alguien que ya tenía que haber
hecho acto de presencia. Medio fumaba un cigarrillo y medio lo masticaba descargando en él la
tensión de sus mandíbulas. Moha llevaba ya dos años en España. Hacía que
hablaba el castellano, pero lo entendía
a medias y era un artista simulando que lo dominaba. Había pasado por
varios albergues y últimamente se había acogido a una ONG que le facilitaba un
rincón para pasar la noche y un poco más. Conseguía sobrevivir porque, entre
otras cosas, había descubierto cuál era la debilidad de las trabajadoras
sociales para sacarles alguna ayuda.
Había probado en varios
trabajos en negro, pero en cuanto se daba cuenta de que le estaban tomando el
pelo desaparecía. El último fue con una señora que le vio buscando chatarra y
que se hizo la buena. Comenzó diciéndole que le daba pena ver a un hombre como
él que tuviese que estar recurriendo a escarbar porquerías. Quedó con él al día
siguiente diciéndole que le iba a ofrecer trabajo en su pequeña empresa de
limpieza. Para empezar iría haciendo trabajos de limpieza de portales mientras
le preparaba los papeles para poder hacerle un contrato. Mientras, le pagaría a
día trabajado, así solo le llamaría cuando le necesitare. Pasaron varios meses
y todo eran disculpas por problemas burocráticos que le impedían hacerle el
contrato. Más tarde le contó que tenía unos problemas con hacienda, mientras le
iba cargando más trabajos y a horas intempestivas. Moha no entendía bien el
castellano pero no era tonto y tenía el culo pelado de contratiempos y
desengaños, así que la dejó plantada y no le dijo ni adiós.
La ONG le había buscado la
posibilidad de hacer un curso de Lanbide para que tuviese algo de formación y
para que, al mismo tiempo, pudiera tener menos problemas con la policía. Sin
embargo aquello que le estaban enseñando no le gustaba, vamos, que no le servía
para nada. Se enorgullecía de haber arreglado en el taller algo que el profesor
del curso no había acertado a hacerlo. En realidad no le hacían mucho caso
porque pensaban que eran bravuconadas para hacerse el interesante. Otro
profesor le llevaba los fines de semana a un caserío para que le ayudase un
poco con el ganado. En un principio se lo vendió como una ayuda: iría
conociendo la vida del campo, podría pasar los fines de semana bien atendido y,
de paso, aprendería trabajos de todo tipo, como los que hay que hacer en las
casas de los pueblos. No duró medio año, porque lo poco le pagaba no le daba ni
para el tabaco. Ahora andaba a su aire porque había descubierto otro filón de
recursos para salir a flote.
Se estaba mosqueando
por momentos porque llevaba más de media hora plantado y ella no aparecía. Se
temía que en cualquier momento podía sonarle el móvil con la noticia de que no
podía acudir a última hora. No sería la primera vez. Cada vez le costaba más aguantar
la cachaza con la que las latinas se tomaban la puntualidad. Lo peor era que se
tenía que contener porque no le quedaba más remedio que aguantar: la vida le
iba en ello. Era la quinta vez que se cambiaba la bolsa de la ropa deportiva de
hombro, porque el suelo estaba húmedo y sucio. Él siempre se había preocupado
de ir limpio, aún cuando en su tierra había tenido que aguantar trabajos
sucios, como los de la granja de la tirana de su tía. Solo recodarlo le hervía
la sangre, y recordar que su hermano pequeño seguía en las manos de aquella
bruja, le creaba complejo de culpabilidad porque aún no había podido traerle a
España, como le había prometido.
Por fin apareció al
fondo de la calle con su andar pausado marcando el movimiento de sus nalgas al
ritmo de sus pasos. A sus cuarentaipico aún había conseguido mantener el tipo.
Sus hijos ya habían volado y el mayor se había quedado allá con el cabrón de su
padre, del que ya no quería acordarse de por vida. Había intentado establecer
alguna relación de pareja sin éxito y lo de ligar se había puesto difícil,
sobre todo después de las noticias de maltratos que se estaban escuchando. Mira
por dónde, ahora que vivía sola se había encontrado con Moha, toda una joya
sexual a su disposición. El chico se conformaba con que le pagara caprichos y
un poco más, lo que no le suponía gran coste. Procuraba que estuviese bien
alimentado y le buscaba ropas un poco más curiosas en los rastros. Le había
cogido cierto cariño y le daba pena por las desgracias que le había tocado
vivir, pero ni hablar de meterlo en casa. En cierto modo lo suyo venía a ser un
consuelo mutuo, porque ella se consideraba una hembra brava y, puestos a ello,
también cumplía a fondo.
Sonrió con una
expresión de sorna al sentir desde lejos que “su chico”, como ella le llamaba,
estaba más nervioso de lo habitual esperándola, a ella y, sobre todo, a lo que
llevaba en el bolso. Tenía que pagar la mensualidad del gimnasio, como lo
tenían acordado, y hoy también le había pedido más dinero para arreglar un
problema del móvil. Eso decía, pero a saber si era para tabaco o para cualquier
otro capricho. Puso la cara para que Moha le diera los besos en las mejillas,
como le exigía para dar apariencia de familiaridad o de amistad. Luego le
extendió un sobre que el chico ojeo rápidamente. Algo le iba a decir con gesto
nervioso, pero ella le puso el dedo en los labios y algo le susurró al oído.
Luego le miró a los ojos con aquella sonrisa que venía a decir “aquí mando yo”,
le acarició la mejilla y le mandó un gesto de beso según se alejaba.
Se encaminó al gimnasio
con paso taciturno. No le había dado el dinero para sus gastos y eso le había
mosqueado. Había quedado a la salida del gimnasio con Ibrahim para pagarle lo
que le debía y a ver cómo le iba a explicar el retraso. Caminaba mientras
recitaba mentalmente las frases que le había dicho al oído e imitando su
cadencia de voz: “Lo otro para dispués de lo nuestro, ya sabis…” “No ti
machaques mucho que luego te nicesito intero y todo pa mí…” La voz de su colega
le sacó de sus pensamientos. Se paró en seco. Él le esperaba a la salida, pero
venía con retraso y el Ibra se había adelantado porque no tenía otra cosa que
hacer. Trató de explicarle que le habían llamado para hacer otro trabajo y que
le pagarían mañana todo junto. El otro no estaba por la labor de creerle y se
puso muy cabreado a zarandearle y a amenazarle porque era la segunda vez que se
atrasaba en devolverle el dinero y él tenía sus cosas que atender. Estuvieron a
punto de llegar a las manos, pero no podía perder la confianza de Ibrahim. Era
el que le ayudaba en sus apuros y le había prometido que cuando acabase en el
albergue le iba a dejar vivir en su piso. Así que tuvo que ceder. Le explicó
que solo llevaba el dinero de la cuota del gimnasio y que no podía dejar de
pagarla. “Mañana por la mañana sin falta”, pero el colega volvió a amenazarle
con que ya se estaba olvidando del piso y de que le adelantase más tabaco o más
dinero. Desesperado, optó por pagarle con el dinero que llevaba encima, por lo
que se quedaba sin ir al gimnasio y a ver cómo
iba a explicarle a ella que no había podido entrar. No podía engañarla
porque le esperaba “bien duchadito” y con la colonia que le había comprado para
estas ocasiones.
Miró cómo se iba el
colega con su dinero y se quedó pensando qué hacer. Tenía un cajero cercano a
la entrada del gimnasio y solía meter el dinero antes de entrar, pero tenía la
cuenta en mínimos y con lo que se había quedado no le iba a llegar para cargar
su tarjeta. Por fin se decidió a entrar y a poner cara de pena para que le
dejasen entrar solo hoy. Tenía que inventarse una desgracia para concluir que,
por supuesto, mañana sin falta aparecería para marcar la entrada, porque le
iban a pagar un trabajo que estaba haciendo. Al parecer no estuvo muy inspirado
al narrarle la historia al de la entrada, que le miró con cara de estar viendo
un marciano. Le mandó con viento fresco tras soltarle unas cuantas diatribas
del orden de “moro de mierda”, “os habéis creído que hay que daros todo”, “pedís ayudas para esto” “no tenéis cuento ni
nada”… No le quedaba otra que ir corriendo al albergue para ducharse allí, pero
aquello estaba en la otra parte de la
ciudad y se le iba a hacer tarde. Buscó la estación de metro más cercana y, antes de entrar, comprobó el
saldo que tenía en la tarjeta del transporte público. Menos mal que lo hizo.
Solo le llegaba para un viaje. Así que decidió ir corriendo a ducharse y volver
en el metro hasta la casa de ella para no aparecer sudado y no tener que dar
explicaciones. Dicho y hecho.
—¿Adónde vas chico? ¿Me vas a dejar así?
Le sujetó del brazo cuando Moha iba a bajar de la cama. Creía
que se estaba quedando dormida después de tanto jadeo. Pero ella le estaba
mirando como quien quería empezar de nuevo. Miró el móvil y vio que se le hacía
tarde.
—Ya sabes tengo hora dintrada en el albergue y mi sancionan si llega tarde o no me dejan
entrar.
—Pues te buscas la vida pero hoy quiero más… -le miró con los
ojos entreabiertos mientras intentaba meterle la mano en la entrepierna para
conseguir que aquel artefacto prodigioso volviese a su esplendor- mucho más y
si no, nada de nada… -le insinuó mientras que con la otra mano le hacía los
gestos típicos del dinero-.
—No mi hagas esto… Tengo que estar preparado para mañana dan
prácticas en el taller –ella seguía diciendo que no con la cabeza mientras
jugueteaba con su pene y comenzaba a chuparlo, sabía que aquello le excitaba-.
Si no dejan…intrar en el …albergue no
puedo coger… cosas y cuaderno… -hablaba entrecortado intentando contener la
excitación hasta que perdió el control-.
A través de la
influencia del jefe de taller, la empresa donde había realizado las prácticas
le estaba prolongando el período, a modo de favor a la espera de que pudiera
arreglar sus papeles y de que se cumplieran los tres años de estancia en
España. Esto último lo podía demostrar con facilidad, pero lo de los papeles
iba a ser algo más que difícil. Para conseguirlos dependía de su tía, que era
su única familiar con capacidad para pagar los trámites, pero, a la vista de
cómo la había dejado plantada de mala manera y de todas las lindezas que
acabaron diciéndose, no podía hacerse muchas ilusiones. La empresa le daba algo
de dinero al mes, pero le hacía trabajar como si fuese un oficial, después de
que se hubieron dado cuenta de que dominaba el trabajo perfectamente. En
realidad ese dinero era una miseria y no se acercaba ni a la quinta parte del
salario establecido por el convenio del
sector, pero le proporcionaba algo de autonomía. Contando con los gastos que le
ahorraba su supuesta novia y que la fundación aún le permitía estar en el
refugio, estaba consiguiendo hacer unos ahorrillos para conseguir que su
hermano pasase a España.
Todo su mundo se le vino abajo cuando
en una mañana normal estaba trabajado en un tejado. Le mandaron a voces que
bajara inmediatamente, cuando aún tenía la tarea a medio hacer. Aquello le olió
mal. Y tan mal: se había presentado un inspector de trabajo. Al parecer, alguno
que se la tenía jurada a su jefe le había denunciado por tener gente trabajando
en situación ilegal. Así que de la misma fue al refugio y se llevó todas sus
cosas. En caso de que se formalizara la denuncia ése sería el primer lugar
donde iba a ir a buscarle la policía. Tenía que recurrir a Ibrahim sí o sí,
pero su colega le dejó clarito que solo podría darle cuartel durante un mes o
así, porque tenía compromiso de acoger a unos que iban a llegar en breve
después de haberse colado por Almería, y eso lleva su tiempo, sus
inconvenientes y no se sabe nunca cómo puede acabar.
Solo le quedaba acudir
a su gorda. Desde el principio le había dejado claro que no le iba a aceptar en
su casa y que no habría entre ellos una convivencia más allá de sus encuentros sexuales. Aún así,
tenía que recurrir a su habilidad para dar pena. Lógicamente le tuvo que
exponer su situación en uno de esos momentos, después de que estuviera bien
satisfecha. Consiguió que al menos le escuchara y que no se cerrara en banda.
Entendía, le dijo con parsimonia, que ahora lo tenía aún más complicado y que
estaba pagando por los malos rollos de los empresarios, pero por eso no iba a
cambiar de postura. Sin embargo se quedó pensativa y, después de un buen rato
pensando mientras se tomaba un café, quedó en que, mientras su colega no le echara
de su piso, ella intentaría buscar otra solución. Moha le preguntó varias veces
qué tipo de solución sería, pero ella siguió en silencio y luego le hizo un
gesto de despedida, “ya hablaremos”.
Al día siguiente se
presentó en el centro donde había realizado el curso. Lo único que podían hacer
por él era inscribirle en otro curso para que, de nuevo, estuviera protegido
por estar inscrito en programas de formación. Era de agradecer la disposición
del centro y aceptó la propuesta, esta vez de soldadura según le aconsejaron.
De soldadura no tenía ni idea, no entraba en la larga lista de trabajos que
tuvo que realizar en su tierra. Unos en la granja de su tía y otros por su
cuenta: arreglar aparatos, hacer de albañil o pintor, hacer de mula sacando
productos de Melilla para llevarlos a los comercios de su pueblo, ayudar a un
mecánico de coches y hasta tuvo que andar haciendo portes para éste con un
camión pequeño, sin carnet por supuesto, que el hambre todo lo enseña. Al menos
iba a aprender algo nuevo, pero entre tanto a ver de qué iba a vivir y, de
paso, tendría que buscar un refugio en la calle: algún puente o alguna nave
abandonada, por si las cosas venían peor dadas.
A todo esto había
recibido un mensaje de su hermano pequeño. Se había marchado de la casa de su
tía, pero, como no sabía nada de él, se había juntado con un grupo que se iba a
Libia para pasar a Italia o a Grecia. Era un disparate, pero ya no podía hacer
nada. Entendía que, como él, su hermano había acabado desesperado del maltrato
de su tía y en cuanto le propusieron algo se apuntó. Siendo pequeños se
quedaron huérfanos y esa maldita tía los acogió, pero no por cariño ni por
respeto a su hermano difunto, sino para asegurarse mano de obra barata.
Mientras mandaba a sus hijos a estudiar, primero él y luego su hermano, cuando
fue creciendo, tuvieron que estar trabajando para ella, sacando adelante los
trabajos más duros y sucios de su granja. Además, no les permitía entrar en la
casa ni relacionarse con sus primos, arregló parte de un pajar y allí tenían
que vivir. Tenía claro que la desesperación es muy mala consejera para tomar
decisiones. La suya fue lanzarse al mar en un kayak con otro colega que
también pasaba mercancías y Alá quiso
que se encontraran el mar como un plato, sin olas para poder llegar a la costa
española. Pero lo de su hermano tenía muy mala pinta, no sabía ni dónde ni cómo
iba a acabar y, lo peor, quizás iban a perder la comunicación. Y esta vez lloró
por primera vez. Primero tuvo que frotarse los ojos para contener las lágrimas,
pero enseguida reventó a llorar de impotencia porque no había podido
protegerle, de rabia por la bruja de su tía y por el afecto que le unía a su
hermano pequeño.
Se puso de nuevo a
buscar chatarra y volvió a pedir entrevista con la última trabajadora social
que le había atendido. Ésta no podía darle muchas soluciones, aparte de
servirle de paño de lágrimas. Al menos se quedó con su número de teléfono por
si conseguía localizar algún refugio o albergue. No era gran cosa pero suponía
su última tabla de salvación: su gorda no daba señales de vida y sabía que el
día menos pensado Ibrahim le tenía que despedir. Cuando menos se lo esperaba le
llamó la colombiana. Tenía buenas noticias para él. Quedaron de nuevo para otro
de sus momentos, como lo llamaba ella con rintintín. En el café de después le
informó de sus averiguaciones. Una paisana suya trabajaba en la limpieza de una
residencia de religiosos jubilados. Como cada vez eran menos, solían ofrecer
las habitaciones y el espacio que quedaba libre para acoger a gente sin techo o
sin papeles. En este momento se habían librado un par de sitios, uno porque se
portaba fatal y otro porque había conseguido pasar a Francia a buscar a su
familia. Le dio un papel con las señas, el teléfono y el nombre de la
recepcionista.
No podía creérselo.
“Alá es grande” iba repitiendo por el camino de vuelta, mientras besaba aquel
papel que era su tabla de salvación. Lógicamente, como le informó la paisana de
su novia. para poder entrar iba a
necesitar alguna recomendación de confianza, porque los señores estaban
escarmentados de las fechorías que habían tenido que aguantar. Eso estaba
chupado para él, en los dos años que llevaba en España había aprendido a tocar
puertas y hacer papeleos como nadie: le iba la vida en ese aprendizaje. Volvió
a pedir cita con su trabajadora social o ángel de la guarda –que, al parecer,
también funciona en el Islam-, y se puso en marcha. Se presentó en la fundación
donde estuvo acogido para pedirles un informe de buen comportamiento, después
de explicarles a qué se debió su precipitada salida. Le comentaron que en esos
momentos no había plazas libres, pero no le pusieron ninguna pega. Al día
siguiente se presentó de nuevo en el centro y les pidió un documento que acreditase
su preinscripción en el curso de soldadura. Con esos papeles en su carpeta solo
le faltaba la recomendación de su ángel y allá se fue en su búsqueda.
Allí estaban los dos,
era un edificio enorme y con aspecto de ser bastante antiguo. Se dirigieron al
ala derecha, según les había explicado por teléfono la recepcionista. Al entrar
se llevó una sorpresa al ver un interior perfectamente reformado, funcional y
limpio. No se podía imaginar que podría vivir en un sitio así. La recepcionista
se llamaba Andrea, según se enteró más tarde era sobrina nieta de uno de
los religiosos allí acogidos. Era una
mujer joven, más o menos de su edad, morena de piel pálida, alta, si la
comparaba con él, y más bien delgada. Tenía una mirada limpia. Al hablar miraba
a los ojos de su interlocutor y dejaba asomar una tímida sonrisa cuando se
presentaba, que le hacía parecer una persona acogedora. Moha se quedó clavado
al verla, pero en esos momentos tenía
que tener la mente en otros asuntos. Le presentaron al superior y, una vez
formalizados los saludos, él se adelantó a ofrecerse a colaborar en los
trabajos que se necesitaran. El religioso le explicó que la principal
obligación era conservar su habitación limpia y en perfectas condiciones, de
los demás trabajos ya se hablaría. Le dieron una tarjeta con una serie de
normas y de horarios que él se sabía de memoria por su peregrinaje entre
albergues y centros de acogida. En caso de necesitar objetos de limpieza o de aseo personal
debería recurrir a la recepcionista o a la señora de la limpieza. Los asuntos
de importancia y los permisos debería tratarlos directamente con el superior.
Al ir vaciando sus
bolsos se encontró con la alfombrilla de hacer oración, aunque creía que la
había perdido. Tenía la idea de que ante los religiosos también podría ser una
buena recomendación el verle haciendo oración. Salió de su habitación y al
primer religioso que encontró le preguntó dónde estaba el este. Le señaló la
dirección y el anciano le preguntó interesado para qué necesitaba saberlo. Al
recibir la respuesta hizo un gesto de asentimiento y le dio una palmada en el
hombro. Dicho y hecho preparó la alfombrilla y se puso a hacer sus oraciones,
casualmente se había dejado la puerta entreabierta. Al poco de empezar notó que
se cerraba suavemente, con la intención de no hacer ruido. Aunque miró de reojo
no alcanzó a ver quién la cerraba. La habitación era austera pero estaba
decorada con gusto. Tenía un armario empotrado y un baño con ducha, que a él le
pareció todo un lujo. Una cama unipersonal, una mesa con una lámpara de estudio
y una silla. Había un cuadro de una señora vestida a la antigua con muchos
dibujitos y un crucifijo. Lo descolgó y lo puso en el fondo del armario. Sacó
sus escasas pertenencias que no daban ni para llenar la tercera parte del
armario.
Sintió que llamaban
suavemente a la puerta. Al abrir se encontró con la sonrisa de la recepcionista
y el corazón le dio un salto.
–Hola Mohamed, si necesita cosas de aseo personal no tiene
más que decírmelo. Ahora le voy a acompañar para indicarle dónde está el
comedor y la sala de uso común donde podrá ver la televisión si le apetece.
–Sí, muchas gracias.
Mientras iban por unos pasillos de
techo alto y grandes ventanales, le comentó que antes había ido a avisarle,
pero, como la puerta estaba entreabierta, le había visto haciendo oración y no
había querido molestarle. Le extrañó que le hablase de usted porque nadie le
había tratado así.
–Oye, me puedes tratar de tú, lo otro mi suena raro.
—Ah, perdona. Estoy acostumbrada a tratar con señores mayores
y me sale espontáneo lo de usted.
—Nadie me dicho cuánto tiempo pueda estar aquí –le preguntó
después de haber visto el comedor, de enterarse de los horarios y de que le
explicara que si alguna comida tenía cerdo siempre ponían un plato alternativo-.
—Eso depende de su… de tu comportamiento –se disculpó con una
de sus sonrisas-, de si estás estudiando o tienes trabajo. Normalmente mientras
estés en un curso te dejan seguir aquí.
Según volvían le fue
pidiendo las cosas de higiene personal que le hacían falta. También le preguntó
dónde estaba el cuarto de escobas. Y le hubiese estado preguntando cosas con
tal de poder seguir a su lado. Cuando ella hizo ademán de volver a su puesto no
se pudo aguantar y con una de sus sonrisas engañadoras le soltó que era la
española más guapa que había visto. Andrea se quedó un momento cortada y
sonrojada, hasta que se echó a reír y le hizo un gesto con el brazo para que se
fuera. Él siguió mirándola según se iba y diciéndole que sí reiterativamente
con el gesto de la cabeza. Cerró la
puerta, se dejó caer en la cama y se fue
a la ducha. Vio que había toallas, jabón y champú y agua caliente. No tenía
prisa por salir de allí. Todo había ido de maravilla.
Andrea
En un momento Mohamed salió al
servicio. Andrea se quedó pensando, qué hago yo aquí contando a este hombre
historias de mi pasado y sensaciones íntimas cuando no he sido capaz de
contárselas a ninguna de mis amistades. No llevaba más de un mes conociéndole
pero aquel muchacho se le había colado sin darse cuenta. Con ese castellano
chapurreado, su sonrisa franca y, por supuesto, su tono de zalamero, tenía una
extraña cualidad para dejarse querer. Ella se había fijado en que la mayoría de
los religiosos residentes comenzaron a mirarle con desconfianza, pero en poco
tiempo ya se había metido a varios en el bote, sobre todo al superior porque le
había sacado de apuros por su habilidad de manitas. En realidad él ya le había
ido contando historias de su vida, aventuras en la frontera, el disgusto por su
hermano, pero todo empezó cuando nada más llegar le sorprendió haciendo
oración. Otro día vio cómo recogía su
alfombrilla y, como quien no quiere la cosa, ella comenzó a tirarle de la
lengua y ahí estaban los dos tomado un té a la salida de su trabajo.
Moha le había contado
cómo la muerte de su madre cuando era un niño le había cambiado la vida. Andrea
se había sentido identificada con aquella expresión de dolor que se le dibujó
en la cara, más que por sus escasas palabras, porque ella había pasado por una
situación similar. Cuando estaba entrando en la adolescencia su madre
despareció de la noche a la mañana a causa de un infarto cerebral. Su padre se
quedó perdido con una casa que no conocía y con una organización que le
superaba por todas partes. Por si esto fuera poco, no le quedó más remedio que hacerse
a la idea de que tenía una hija adolescente con la que apenas se había relacionado,
más allá de haberla llevado al colegio cuando era pequeña o de haberse
preocupado por sus notas, pero poco más. Y ahí estaba ella en medio del caos de
un padre perdido y sin capacidad de reacción exigiéndole que de la noche a la mañana hiciera de ama de casa, como le
habían aconsejado los de la cuadrilla entre pote y pote. Sin haber podido hacer
el duelo de su madre, tenía que estar aguantando broncas y desprecios porque el
señor seguía con sus inveteradas costumbres de ir de bares con su cuadrilla y
nunca tenía tiempo para pensar en compras o en limpieza. Fueron unos momentos
muy dolorosos y aún no se explica cómo no salió huyendo de casa.
Su padre enseguida
buscó la salida más socorrida para los hombres que se quedan solos por divorcio
o por viudedad: una nueva esposa. En un año más o menos ya había metido en casa
a una amiga común de su madre, que según se fue enterando, se habían llevado
bien en su día. Ella solo la conocía de vista y era la típica chica que se
queda soltera, mientras el resto de las de su edad del barrio o del instituto
se iban emparejando. Estuvieron un tiempo conviviendo a ratos, hasta que acordaron hacer una boda en
estricta intimidad sin ceremonias ni banquetes. Se fueron a pasar una semana
viajando por varias islas de las Canarias y regresaron, muy acarameladitos, con
la feliz ocurrencia de que se mudaban a vivir a la casa de ella, para que se
sintiese más cómoda. De hecho no reconocía a su padre.
No necesitó que nadie
se lo dijera, pero allí ella estaba de
sobra: nadie le iba a hacer caso, a no ser para quitarsela de en medio. No se
podría decir que su madrastra la maltratara, le hiciera la vida imposible
imponiéndole tareas o le insultara. Ni eso, simplemente ni le hablaba ni se
preocupaba por su existencia. En todo caso, cuando quería conseguir algo de
ella, le iba con el cuento a su padre. Solo en estas ocasiones éste se
relacionaba directamente con Andrea. Toda su atención se reducía a que tuviera
un plato en la mesa y, como decidieron que ya era mayor, le daban el dinero
para que se comprara ropa y para sus gastos diarios. Un día hizo la prueba de
no ir a dormir a casa y nadie se dio cuenta de su ausencia. Tampoco tomaron
nota de las advertencias del instituto porque había bajado mucho en el
rendimiento académico. Luego les llamaron porque había faltado a clase. Nadie se
preocupó de buscar las razones de su
cambio de conducta. Nadie se había dado cuenta de que estaba sufriendo un
buling cruel por parte de dos de esos cabecillas que no tienen otra cosa que
hacer que cebarse en los débiles para divertirse. Su padre se limitó a echarle
una bronca y a amenazarle con que le iba a mandar a un internado. Andrea le
contestó que a qué estaba esperando: no aguantaba vivir en casa y no quería
volver a ese instituto. Él se quedó de piedra con la boca abierta para decir
algo que no salió de su boca porque no sabía qué decir.
O sea, que no cambió
nada, excepto que tuvo la suerte de que su profesora de educación física se dio
cuenta de lo que pasaba y levantó la liebre. Fue fácil alejarle de aquellos
indeseables porque a lo de Andrea había que añadir una larga lista de
despropósitos, incluidos consumos y trapicheos, y el instituto no sabía cómo
quitárselos de encima. En esta ocasión tampoco su padre movió un solo dedo. Le
debía media vida a aquella profesora con la que mantuvo una relación de
confianza. Ella se encargó de motivarla para que siguiera adelante, lo que
supuso que no se derrumbara, hasta conseguir que, a duras penas, acabase la ESO.
El siguiente acontecimiento,
que ella no se esperaba dada la edad de su madrastra, fue su embarazo. En ese
momento se dio cuenta de que todo iba a cambiar. En efecto, poco a poco en la
medida que el embarazo progresaba su madrastra focalizó más la atención de
todos sobre ella. Lógicamente se trataba de un embarazo de riesgo y acabaría
viviendo entre algodones. Y entonces Andrea se fue convirtiendo en visible, era una pieza
imprescindible para el funcionamiento de la casa: vete, haz, limpia, compra… Hasta
que llegó su hermanito. Pero ella, aconsejada por su profesora, se preparó una
salida para perder de vista su casa: optó por dejar a medias el bachillerato,
pues no se encontraba con fuerza para terminarlo, y se buscó un curso de
formación profesional de grado medio, porque al menos había aprobado la ESO.
Casualmente para hacer ese curso tenía que venir a Bilbao, donde vivía una
hermana de su madre.
Su tía Amparo era la
hermana mayor de su madre. Una mujer resuelta y trabajadora, que además de
trabajar en las oficinas del juzgado había sacado adelante tres hijos. El más
pequeño aún vivía con ellos. Su marido también trabajaba de ordenanza en el
mismo palacio de justicia. Allí se conocieron y tras un noviazgo maratoniano se
casaron. Ambos estaban a un paso de la jubilación y sabían tomarse la vida con
tranquilidad. Tenían una segunda vivienda en el pueblo de sus abuelos y la
frecuentaban a menudo. Se había relacionado muy poco con el padre de Andrea y
no tenía buen concepto de él, por la poca atención que tenía con su mujer. El
giro final de su vida había terminado por acabar con su relación, así que
estuvo encantada por dar refugio a su sobrina y ayudarle a salir adelante lejos
de aquel impresentable.
Andrea podría ocupar la
habitación de la hija mayor, que ya se había casado, y allí tendría comodidad
para estudiar. Le invitaron a acompañarles cuando subieran al pueblo, así
tendría oportunidad de airearse y de conocer la casa de sus ancestros. En aquel
pueblo su primo Javier, al que no conocía de nada, salía con una cuadrilla de
chicos y chicas y podría hacer la prueba de ir con ellos. En principio todo
parecía el paraíso terrenal en comparación con lo que le había tocado soportar
en su casa: estaba a gusto y su tía se desvivía por que estuviera bien
atendida. Ella se había ofrecido a colaborar en los trabajos de la casa, lo que
le unió más a su tía. Las materias que daban en el curso no le resultaban
difíciles aunque aquí tuvo que aguantar también a los listillos de turno.
Pero lo que no se
esperaba eran los problemas que le iba a acarrear su primo. Era el menor con
diferencia y había sido el consentido de sus padres y de su hermana mayor. A
Andrea le sentaba a cuerno quemado lo mal que trataba a sus padres, que no
colaborara en nada y que solo exigiera. Era solo un par de años mayor que ella,
vivía a cuerpo de rey y no daba un palo al agua en sus estudios. Repetía
segundo de bachiller para poder hacer un curso de formación profesional de
grado superior, pero Andrea enseguida se dio cuenta que aquel pájaro no iba a
aprobar ni con recomendaciones. Tenía dinero de sobra y muchos vicios. Alguna
vez le había visto con unos amigos que le dieron mala espina. El tal primo, a
poco de llegar a allí, comenzó a marcar territorio para hacerle ver a esa
primita, que se le había colado en sus dominios, que allí él era el rey y
punto. Comenzó a despreciarla por sus pintas viejunas, porque andaba encogida,
por la mierda de curso que estaba haciendo… En una segunda fase la tomó como
criadilla suya para sus recados, primero en plan zalamero y luego con amenazas.
Incluso le obligaba a hacerle trabajos que le habían mandado en el instituto
con chantajes de todo tipo. Un día volvió furioso porque en uno de ellos se
había equivocado y le habían suspendido. Le dijo de todo: inútil, que había
venido a vivir de sus padres, que no valía ni para echar un polvo y otras
lindezas al respecto además de propinarle un cachete.
Eso no le había pasado
antes y suponía un peldaño más hacia abajo. Le habían hecho la vida imposible,
se habían reído de ella y le habían calumniado en las redes sociales, pero
nunca le habían puesto la mano encima. De nuevo se sentía un desastre, que ya
nada le podía salir bien en la vida. No
se atrevía a decírselo a su tía porque le consentían todo a su primo Javier y sabía
de antemano que no le iba a servir de nada. Ahora sí que echaba de menos a aquella
profesora que fue su apoyo, aunque esta situación era algo más fuerte que un
buling. Lo que ya colmó el vaso fue que un día cualquiera, cuando regresaba del
curso, se topó en la calle con su primo y otros tres colegas. Se puso muy
nerviosa y quiso seguir adelante sin hacerles caso. Su primo la llamó gritando
“ a ver tía no hace falta que te hagas la loca, te voy a presentar a unos
colegas y espero que no te pongas antipática”. Y así con unas cuantas groserías
más le obligó a que les diera unos besos de saludo porque eran colegas
auténticos. Al acercarse olían a marihuana. Dos de ellos le dieron los besos en
la mejilla y le dijeron alguna tontería
de guapa o así. El tercero, que estaba más cargadito se le quedó mirando
y sin cortarse le dijo que le iba a comer esos labios tan bonitos y le estampó
un beso en los labios mientras le sujetaba la cabeza, por lo que a ella le
costó separarse. Miró a su primo para que hiciera algo, pero lo único que se le
ocurrió fue decirle, entre risas, que no era justo que uno se hubiese
aprovechado y los demás se hubieran quedado con unos besitos. No le dio tiempo
a reaccionar cuando otro se le acercó comenzó a besarla en las labios mientras
la apretaba contra su cuerpo sujetándola por el culo. Aquel tipo tenía mucha
fuerza y le costó más zafarse de él. En cuanto pudo se echó a correr con la
mala suerte que se le cayó el bolso y algunos apuntes salieron despedidos.
Mientras los recogía tuvo que escuchar las risas y los comentarios
despreciativos de aquellos groseros: estrecha, que sí te gustaba, vete a
hacerte monja, así agachada estás mejor vaya culo…
Llegó a casa sin saber
lo que hacía. Entró sin saludar a nadie, se cayó en la cama y se echó a llorar
con todas sus ganas. El marido de su tía oyó el llanto, pero no se atrevió a
entrar. Fue a avisar a su mujer. Amparo acudió de inmediato a la habitación de
su sobrina. Tuvo que esperar un buen rato sentada en la cama junto a Andrea
hablando bajito para que se serenara. Lo único que pudo decir entre gimoteos
fue que tenía que salir de esa casa. Se fue levantando, se dirigió al armario,
sin decir nada más, para comenzar a sacar sus cosas. Amparo no entendía nada y
no sabía ni qué hacer ni qué decir. Solo le preguntó a qué se debía su
reacción, pero su sobrina solo movía la cabeza con el gesto negativo y seguía a
lo suyo. Llamó a su marido buscando apoyo. El aspecto bonachón del tío y su
agradable voz de locutor la fueron tranquilizando. La abrazó suavemente y le
acompañó de nuevo hasta la cama. Se sentaron con ella en medio. Andrea se fue
calmando, a trompicones primero y con toda la rabia del mundo, en la medida en
que se iba entonando, les fue soltando todas las historias que había tenido que
aguantar. Los dos se hacían cruces y solo sabían decir “por qué no nos lo
habías dicho”. Cuando contó lo último que le había hecho reventar se quedaron
de piedra. A la tía se le humedecieron los ojos. Su marido hundió la cabeza
entre las manos musitando “Amparo qué hemos hecho tan mal”.
Consiguieron a duras
penas que se clamara y esperara antes de tomar una decisión alocada a que ellos
arreglaran el asunto. Al de un rato sintió que su primo había llegado a casa.
Enseguida oyó como gritaba despropósitos contra ella e iba negando todo lo que
le preguntaban. El colmo para Andrea fue escuchar, entre las carcajadas de su
primo, lo bien que le habían gustado los besos y restregones de sus colegas.
Les tachó de blandengues y que se dejaban engañar por la lástima a la pobrecita
niña. Les dejó con la palabra en la boca y se marchó al cuarto para terminar la
actuación con un portazo. Amparo y su marido se quedaron sin saber qué decir.
Después de lo visto ambos no tenían la menor duda de que la convivencia en
aquella casa se podía convertir en insoportable. La tía subió de nuevo al
cuarto y se encontró con su sobrina vestida y con sus bolsos preparados,
dispuesta a irse sin saber a dónde, porque tampoco quería volver a casa de su
padre. Intentó convencerla de que no tirara por la borda el curso que estaba
haciendo y que no se expusiera a que le pasara cualquier cosa. Le pidió dos
días para arreglar la situación. Andrea aceptó, pero le aseguró que no iba a
salir de su cuarto más que para ir al servicio.
—Y aquí me tienes. Mi tía recurrió a un hermano suyo
religioso que acababa de llegar de África y estaba residiendo aquí. Él me buscó
un sitio en una residencia de monjas para jóvenes trabajadoras y en cuanto
terminé el curso me contrataron en este trabajo, porque la señora que lo hacía se
iba a jubilar. Estuve unos meses a prueba y hasta hoy. Tengo contrato fijo. No
es que sea un sueldo maravilloso pero me da para vivir y para pagarme la
residencia, además saco tiempo para hacer otro curso superior por internet.
—¿Tu padre vivo? ¿Tú ves ahora? –Andrea negó con la cabeza-
Somos historias iguales. Yo con riesgo de muerte y tú puedes acabar loca.
—Tienes razón. Lo mío me ha costado no perder el juicio, pero
lo que peor llevo es sentirme sola, aunque tenga relación con las compañeras de
residencia y con algunos familiares. Aquí me tratan con amabilidad, aunque
tengan las rarezas normales en persona mayores, pero no es suficiente. No tengo
con quien llevar una amistad sincera.
—Me gusta charlar contigo. No desprecias por moro, respetas y
cuenta tus historias y cuento las mías y escuchas. Yo nunca he hablado así con
mujeres. Me siento bien contigo. Allí no tenía compromiso posible. Aquí estoy
con colombiana pero solo quiere cama –hizo un gesto significativo con una
sonrisa pícara y Andrea se sonrió-. Paga cosas y nada más.
—No me digas que estás hecho un gigoló –le contestó entre
risas-.
Él se encogió de
hombros sonriendo y con un gesto de manos, como quien dice que no había tenido
más remedio. Y, cómo no, tenía que agradecer a su colombiana el haberla
conocido. Andrea se quedó callada, mirándole y admirando su naturalidad,
mientras que ella no había sido capaz de entablar una relación con un hombre
después de lo que le había tocado en la vida.
Estaba harta de tener que soslayar las típicas bromas, no siempre
agradables, de qué pasa que no tienes novio, lo de pasarse el arroz, lo de
vestir santos ya que estas entre curas…
—Cuando termine el curso que hago, ya estoy más de tres años
en España. Espero poder tener trabajo legal. Si tengo que salir de aquí, quiero
seguir viéndote y hablar contigo.
—A mí me encantaría y, por supuesto, por mí cuenta con que
vamos a ser cada vez mejores amigos –no consiguió disimular que lo decía
sonrojándose-.
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