Adela

 

Había salido de ver una película. En la entrada se habían formado los típicos grupos de cuadrillas o de familiares que han ido juntos despidiéndose o quedando para tomar algo. Joni estaba con su mujer saludando a una pareja de conocidos, cuando oyó que le llamaban por su nombre completo “Juan Ignacio”. Se volvió extrañado, porque ya nadie le llama así, excepto algún familiar de los mayores o alguna persona que hubiese coincidido en su trayectoria laboral. Se volvió y se encontró cara a cara con Adela que estaba a punto de echársele encima luciendo una sonrisa radiante. No le dio tiempo a reaccionar y se fundieron en un abrazo efusivo, rematado con dos sonoros besos, que no tenían nada que ver con esos roces en las mejillas que se dan a modo de saludo. Se quedaron con la mirada clavada en los ojos y con una sonrisa que sellaba la amistad y la complicidad que habían compartido en su juventud. Él se perdió en la profundidad de aquellos ojos verdes, que mantenían la viveza y la luminosidad que recordaba. Aquella sonrisa franca irradiaba serenidad y contagiaba el cariño que transmitía. 

Estuvieron un largo momento mirándose y riendo por aquel encuentro con que la casualidad les había sorprendido. Luego empezaron con el tema recurrente de estas ocasiones: cuánto tiempo, veinte años o treinta… Daba igual, había sido  una eternidad. Ahora ya estaban los dos jubilados y en su memoria solo recordaba que la última vez que coincidieron los dos matrimonios las hijas de ambos eran niñas. Tú tres, yo una. Tengo tres nietos, yo ninguno.  Vivimos en el mismo sitio. Tenemos una casita en… Sin embargo las palabras no importaban, solo eran un pretexto para poder seguir mirándose, seguir escudriñando en sus rostros las huellas del tiempo y, para él, seguir disfrutando de aquella expresión de armonía, que le había cautivado en su juventud y que aún le brillaba en la cara de luna llena. Fácilmente se iban a olvidar de lo que se habían dicho, pero el recuerdo de aquel momento le iba a quedar grabado por mucho tiempo. A ella le estaban llamando los familiares con los que había acudido al cine y su mujer ya se había despedido de los conocidos. Ambas se saludaron y luego un último abrazo más intenso aún que el primero y se fue corriendo.


Se quedó mirando cómo se iba, un poco atolondrado. No habían podido quedar para charlar un rato más o para verse en otro momento. Todo fue muy rápido y condicionado por los compromisos de ambos. Quizás había sido mejor así, porque, si hubiesen seguido hablando, igual llegaba a la conclusión de que ya no tenían nada que decirse y hubiese quedado diluida la magia de aquella deliciosa sorpresa. Todo había empezado en una de tantas encerronas que se hacían, en las iglesias que lo permitían, en los últimos momentos de vida del dictador y en los primeros años de la transición cuando ni siquiera había habido elecciones. Era inútil que intentara recordar por qué se habían encerrado. A lo largo de ese tiempo coincidieron en otras más y, sobre todo, compartieron actividades comunes en las reivindicaciones cívicas de aquellos momentos. Tuvo tiempo de sobra no solo de participar en acciones comunes, sino también de compartir criterios personales, sentido de la vida, visión política –aunque ninguno de los dos tenía intención de militar en partido político alguno-, compromisos sociales…

Todo ello le fue calando hondo y fue pasando, casi imperceptiblemente del “qué chica tan maja” “qué bien me cae”, al  “cuidado que me estoy enamorando”. Y claro que tenía que tener cuidado. A poco de conocerse se enteró de que tenía novio, un aldeanazo tremendo, sindicalista y peleón que en aquellos momentos estaba haciendo la mili en la infantería de marina a la otra punta de España. Fue a fuerza de verles juntos, una vez que terminó la mili, cuando se percató de que no tenía ningún derecho a entrometerse en aquella relación. De todos modos, fue capaz de mantener una relación de amistad cordial, que le permitió seguir compartiendo inquietudes y charlando sobre planes de vida. No tardaron en casarse y se fueron a vivir a la zona de donde era el marido, así que de golpe desapareció de su entorno. A la vez también habían desaparecido las reivindicaciones y las luchas que habían propiciado su encuentro y que habían servido de caldo de cultivo para aquella amistad tan profunda.


Decía Unamuno que somos lo que somos porque venimos de un cementerio de “yo”. Esa noche siguió con el runrún de la pregunta que llevaba clavada desde que la vio salir del cine “¿Cómo sería ahora si aquella amistad hubiese ido a más y hubieran acabado juntos?” Se veía incapaz de responder a esa pregunta, pero de lo que no dudaba, después de haberle podido mirar a los ojos, era de que hubieran sido una buena pareja. Eso sí no contaba con lo que ella hubiese sentido por él, ya que nunca se lo había preguntado. Ése era uno de sus yo que ya figuraba desde tiempo inmemorial en su particular cementerio y cuya lápida acaba de aparecérsele como una visión, entre alegre y nostálgica. Concluyó, antes de dormirse, en que no merece la pena devanarse la sesera con algo que ya pasó y a lo que es imposible volver, porque ya no queda ningún hilo del que poder tirar para recuperarlo. De todos modos le encantaría poder tener algún momento más como éste, para poder disfrutar de la serenidad y de la  luz que Adela transmite por la expresión de su rostro y por su manera de hablar.

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