Hijos del desastre

 MI PRIMER HOGAR

(ALGUNAS EXPERIENCIAS INOLVIDABLES)

Hay niños que odian y a los que nadie quiere, 

pero siempre hay alguien dispuesto a quererles.

Encontrar a éstos es su única esperanza.

-Y ¿Qué es de O, aquel chaval que llevaste al taller de Santurce para que aprendiera algo de electricidad? Me caía muy bien.

José Antonio y yo íbamos camino de Quintanilla para hacer un arreglo en el tejado. El nos había vendido la casa y, daba la casualidad de que fue alumno mío en Santurce, pero de los aventajados que sacaron la FP2. Ahora tiene una empresa de refrigeración.

-Murió hace 7 años -le contesté-.

- No me digas. Me dejas de piedra, pero si era un crío.

-Ya ves, el sida no perdona, sobre todo cuando te estás metiendo de todo y no llevas una vida sana.

-Qué pena me da. Yo le cogí mucho cariño y me dio la sensación de ser un chaval, por lo que nos decía, que tenía las cosas claras. Hasta se había echado una novieta, ¿no?

-Si por hablar fuera, parecía el sabio Salomón, pero, en realidad, su especialidad era camelar. Con aquella cara viva de niño travieso se hacía querer, luego te daba el palo y desaparecía. Date por contento si no te lo hizo a ti. Lo de la novia sí que era verdad, la dejó embarazada. Al poco de nacer su hija me lo encontré en la calle y me dio toda una tesis doctoral sobre cómo ejercer la paternidad y que ese iba a ser su gran sueño. Al verano siguiente estábamos María y yo de camping en Luarca y en una de esas llamadas que le hacía a mi madre, por aquello de que estuviera tranquila, me dijo que había estado con el padre Goñí y me daba el recado de que había oficiado su funeral. Entonces sí que se me revolvieron las tripas.


Los cuatro educadores seleccionados -dos chicas, otro chico y yo- tuvimos que tomarnos un largo período de preparación para poner en marcha el primer  hogar municipal de Barakaldo para menores en riesgo severo. Eran los años 80 con todo el bullir social y político de la transición recién estrenada. El Ayuntamiento nos puso delante unos expedientes de pantalones largos. Se trataba de casos rayanos en la delincuencia y, la mayoría, en el abandono familiar. Entre todos los problemas que se nos echaban encima para poner en marcha el funcionamiento diario, había uno que nos parecía irresoluble: qué van a hacer durante el día. Estaban en edad escolar, pero, dadas sus características y sus historiales, era impensable que pudieran hacer algo en algún centro escolar, excepto ser expulsados al segundo día. Entre otras iniciativas, aproveché mi pasado reciente en la FP para hacer una trampa al sistema y colocar a estos chicos en talleres con chavales mayores que les fuesen enseñando algo de los oficios que estaban estudiando.  Todo esto se salía del esquema educativo y estuvo cogido con alfileres -y la complicidad de algunos directores-, pero al menos sabíamos dónde estaban y tenían contactos con ambientes normalizados, fuera de sus círculos habituales. También colamos a alguno en la brigada municipal, pero ahí tuvimos más problemas.


O estuvo en el taller de frío y el profesor designó a su alumno insignia, José Antonio, para tutelarle. Como actividad de tiempo libre inscribimos a O en un cursillo de kárate que se organizaba en el Hogar Navarro de Barakaldo, por aquello de que sacara la mala leche del cuerpo. Acogió ambas cosas con enorme entusiasmo que le duró más bien poco. Nuestra tarea entonces era controlar qué hacía cuando lo abandonaba o ni siquiera llegaba. Uno de sus puntos débiles era la cleptomanía. Cuando llegamos al verano tuvimos que hacer verdaderas proezas para que tuvieran algunas experiencias positivas. Mi compañera y yo nos encargamos de dos semanas. En una de ellas mis amados frailes franciscanos de Forua nos permitieron estar en su convento, aprovechando las habitaciones vacías de los seminaristas, para que los chavales pudieran visitar la zona de la ría de Gernika. A la vuelta nos dimos cuenta de que O había desvalijado, implicando a alguno de sus compañeros, las habitaciones utilizadas. Me presenté en casa de sus padres sin avisar y allí encontré el botín. Dentro de las condiciones del castigo ejemplar les exigimos que devolvieran personalmente lo robado y pidiesen perdón al guardián del convento. Así que nos presentamos de nuevo en Forua y los buenos frailes no daban crédito a sus ojos con lo que estaban viendo. En el viaje de vuelta Paquito estuvo echando toda una perorata sobre lo arrepentido que estaba y que eso no se tenía que repetir. Cuando llegué a casa me di cuenta de que me faltaban las 200 pesetas que llevaba. Ver para creer, que decían los mayores.

Por aquello de las vacaciones, que nos hacían falta como el respirar, se cerró el hogar durante quince días. Al entrar nos encontramos con todo patas arriba y tuvimos que inventariar un montón de objetos desaparecidos. Yo encontré la primera pista en el baño. Estaba su carnet de la piscina en el suelo y en la taza quedaba medio seco el mocordo: ni siquiera se había dignado dar a la bomba. A partir de ese descalabro se cerró una temporada el hogar y se optó por cambiar el tipo de población, buscando un perfil más de tipo preventivo. Habíamos pretendido tapar una hemorragia gravísima con una tirita y, claro, saltó por los aires.

O procedía de una familia obrera de inmigrantes extremeños. Su padre se había colocado en la mina de Ortuella de vigilante. Ganaba poco y se bebía la mitad, así que entre trabajo y borracheras en la familia no le veían ni en fotografía. A la madre no le daba para llevar la casa y tirar de la prole, cuatro varones y dos chicas. En ese ambiente descontrolado, aprendió a buscarse la vida por su cuenta, así que, tras varios robos, con doce años el juez de menores decretó su ingreso en el reformatorio de Martutene, del que se escapó varias veces. Por aquello de tenerlo cerca y más controlado que en su casa se le concedió ingresar en el hogar, eso sí, después de que su madre dejara exhaustas a las trabajadoras sociales con sus quejas y lamentos. Llegamos a enterarnos de que el robo del hogar fue preparado por un tal Menchaca que utilizó a O como peón y creemos que a alguno más. A partir de aquí desapareció y solo me encontré con él un par de veces antes de la noticia de su muerte, a pesar de que intenté buscarlo.


La tía abuela María era mi madrina y en el entorno familiar ejerció de matriarca. Yo le iba a visitar de vez en cuando, por aquel entonces, porque era la última de las abuelas que quedaba viva y ya no estaba para salir de casa.

-Y ahora ¿en qué andas metido hijo? Porque de ti se puede esperar cualquier cosa –jamás entendió mis actividades anteriores.

-Pues ahora estoy en un hogar del Ayuntamiento para chavales que tienen problemas bastante graves, como ese que hay ahí enfrente, en una de las casas de La Providencia.

-No sé por qué os empeñáis en perder el tiempo. El que sale torcido va a seguir siéndolo durante toda su vida y si hace algo, que lo pague y acabado –seguía ejerciendo de carlista tradicionalista hasta el final.

-No tía, el que estén en esa situación no quiere decir que sean malos. Bastante tienen con la suerte perra que les ha tocado en la vida.

-¿Y de dónde habéis sacado a esos indeseables?

-De los sitios menos pensados. No hace falta ir a zonas peligrosas ni nada de eso. Hay muchos problemas que no se ven a simple vista y que solo saltan cuando alguno de éstos chavales hace una de las suyas. Por ejemplo, uno de los chicos es familiar de los P. Usted los conocerá de toda la vida.

-¿Los pescateros? Pues claro, qué raro. Pero ¿de cuál de los hermanos es hijo?

-Creo que del mayor. De hecho no se hablaba con el resto.

-No me digas más. Ese coitado era un desastre, estaba muy mal de la cabeza y les dio muchos disgustos, pero la madre no hacía más que protegerle y negaba lo que veíamos todos. Ella tiene la culpa de todo lo que le pasó. Tuvieron que ingresarlo, ahora no recuerdo dónde, pero ella erre que erre empeñada en traerlo a casa. Todos le decían que era una locura. Ni caso, hasta que se salió con la suya. Luego se empeñó en casarle con una pobre sinsustancia, que no sé de dónde la sacó. La gente decía que, además de empinar demasiado el codo, era mariquita, no sé. Al final lo hizo un infeliz y acabó mal. No me extraña que a sus hijos les pasen cosas raras viniendo como vienen de semejante estrafermo.

Mira por dónde me enteré de los antecedentes familiares de mi amigo A, otro de los fichajes estrella de aquel grupo. Había sido el terror de algunas zonas de S. Vicente, pero en realidad era una calamidad de los pies a la cabeza. Se pasaba el día escuchando a "La polla record" y otros grupos punkies. Una noche sentí que hablaba con los perros del patio de abajo y me lo encontré encaramado a la ventana con intención de tirarse de cabeza.

-¿Por qué has tenido que venir? ¿A que te han despertado esos cabrones de perros? Luisfer, estoy mejor muerto. Esto es una mierda.

-A ver, A, deja de decir tonterías y métete en la cama.

Lo agarré y de un tirón lo lancé sobre la cama. Luego me pasé un largo rato con él escuchando todas las lindezas que supongo me dijo. A partir de ahí, cuando me tocaba turno de noche, le dejaba la puerta entreabierta y me solía sentar a su lado un rato para que me dijera cosas. A través de un hermano de mi compañera conseguimos colarlo en la cocina de la escuela de hostelería de Leioa, cuando estaba en sus comienzos. Es verdad que era un buenazo pero tenía algo por dentro que le hacía estar renegando del mundo mundial. Su afición principal era darle a la botella, entonces perdía el control y podía hacer de todo menos maravillas. A pesar de eso tenía unos golpes de humor geniales, aunque siempre pelín ácidos. Después de bastante tiempo me enteré, a través de un municipal de esos que les gusta rascar por los bajos fondos y airear la basura, de que su iniciación sexual y la de su hermano corrieron a cargo de su madre. Me quedé de piedra y comprendí mucho mejor lo que le pasaba, aunque para entonces era demasiado tarde. Apenas le he visto un par de veces y sigue con trazas similares a las de siempre, solo que más deteriorado. Sé que ahora vive en Basauri de una pequeña pensión que le han concedido, pero se la tienen que dar a poquitines y controlando los gastos, porque de la misma se queda sin nada.


-¡Ya no aguanto más aquí dentro! ¡Me voy a tirar por la ventana! ¡Quiero suicidarme!

Con ojos de loco y ademanes de desesperación parecía que T –el gitano para la vasca de la calle- se quería abrir paso entre sus compañeros.

-Quieto, T. Espera que esto hay que hacerlo bien –me puse delante de él, tragué saliva, abrí la ventana, miré un momento hacia afuera y puse una silla delante de la ventana-. Vale, ahora te puedes tirar que no pasa nadie.

Me miró como si le hubieran dado un mazazo y se fue a toda velocidad a su habitación. No fui detrás de él, como me decían sus compañeros, por si lo intentaba desde su habitación. Aquella partida la gané, pero era un aventado total sin el más mínimo control de sus reacciones, mentía por sistema y podría haber pasado de todo. En una de las ocasiones en que estuvo detenido, tuvimos que presentarnos mi compañera y yo en el juzgado de Bilbao porque figurábamos como tutores suyos. Llegamos a suplicarle al juez que lo retuviera lo más posible y que, por favor, le impusiera un régimen cerrado. Le dimos un montón de información y de explicaciones sobre la necesidad de contención que necesitaba el chaval. El señor nos miró atónito y ella me dijo al salir que no había entendido nada. En efecto, al día siguiente estaba en el  hogar.


A su madre creo que le molestaba desde que nació. Se había ido a Madrid con un tipo que se dedicaba a la venta ambulante por pueblos y se llevó al pequeño. Con el compañero se encontraba de maravilla, aunque el trabajo no dejaba de ser duro, me comentó un día que se dignó aparecer por Barakaldo. Claro el buen señor no iba a aguantarle a Santi ni un minuto, así que ella lo aparcó y si te he visto no me acuerdo: no iba a echar a perder su vida y la del pequeño por el incontrolado de su hijo mayor. Le daba mucho dolor dejarle solo, pero, al menos, le dio las llaves del piso que en algún sitio tenía que parar. A todo esto, acabó siendo el picadero de toda la tropa y el quebradero de cabeza del vecindario. El anduvo como un perro callejero. Después de cerrar el hogar, intenté seguirle por la calle. A través de una de las responsables de Sahalaketa, que tenía relación con Remar de Vitoria, conseguí que lo admitieran en aquella comunidad terapéutica. Duró un telediario. Me llegaron, al de años, rumores de que había muerto apuñalado en una cárcel de Barcelona. Un final tan triste y tan absurdo como su vida.


Y así podía seguir con la lista. El P, una bola de sebo con muy pocas luces, que a su padre lo habían matado al pillarle robando chatarra. J y luego su hermano B con serios problemas de salud mental. J acabó en un taller de día para psicóticos y su hermano pequeño –el solito, porque siempre quería estar solo- que despareció sin dejar rastro. Probablemente era autista, pero nadie se preocupó por él. También tuve relación con el hermano mayor de ambos, pero éste tenía otro tipo de problemas: acabó con la tropa de yonkis del parque de Los Hermanos. N que dio carpetazo a su vida suicidándose en la playa de Sopelana. El cara dura de F que acabó chupando hasta la sangre a su familia...


Como yo era el único educador que vivía en Barakaldo seguía todas las andanzas del colectivo en la calle y a través de ellos fui conociendo a otros más de su pelo que, aunque estaban en condiciones similares, no aparecían en las listas de los servicios sociales. La experiencia de patear la calle por mi cuenta y tratarles de tú a tú, me posibilitó ganarme la confianza de muchos de ellos y entender mejor tanto a los del hogar como a los de fuera.Todos ellos llevaban la carta de presentación en la cara, el currículo de desastres en sus trazas: estaban marcados. Puede que no tuvieran toda la culpa de haber llegado a ser como eran, pero socialmente eso da igual. Están marcados y cuanto más lejos mejor. De alguna manera, el hecho de compartir su existencia me ponía a mí –y a mis compañeros- en la misma tesitura. Es tremenda la experiencia de llegar con ellos a la playa y ver cómo en unos minutos estábamos solos y la toalla más cercana a cinco metros. No olvidaré cuando, camino de Llanes en las vacaciones, quisimos entrar en un camping y el encargado, sin cortarse un pelo y sin disculpa alguna, nos echó para atrás porque él no quería saber nada con gentuza. 

Aquella primera experiencia de educador resultó ser para mí un segundo baño de realidad sumergido en la miseria económica y en la humana. Ante unos seres, a los que la vida les ha vetado crecer o vivir, no queda otra que darles todo lo que esté en nuestra mano, aunque sospechemos que no se vaya a conseguir gran cosa. De hecho, no pudimos llegar muy lejos en nuestra relación ni a intimar lo suficiente, porque aquello duró demasiado poco, pero su recuerdo lo he tenido grabado y éste me llevó a emprender iniciativas de ayuda a otros chavales de características similares.

Los he titulado "hijos del desastre" porque eran fruto del desamor, hijos no deseados, hijos del vientre de la sombra negativa del ser humano. Solamente sabían sentirse vivos a través de hacer visible su ira, su odio, su rabia que escupirán contra el mundo allá donde estén. Eso mismo les llevará inexorablemente, si no se llega a tiempo, a conductas delictivas o asociales, cuando no a la autodestrucción personal, porque se consideran malos y es probable que lleguen a odiarse a sí mismos. La única terapia posible es la relación. Encontrar a alguien que les haga sentirse apreciados, que les recoja con todo su bagaje y que les ponga un espejo mágico que les refleje lo positivo, poco o mucho, que se descubra en ellos, aunque no quieran reconocerlo. 

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