Memorias


MI PRIMERA COMUNIÓN


D. Segundo era el típico maestro fiel hasta los tuétanos al régimen del nacionalcatolicismo. Llevaba un porte decimonónico, siempre vestido de traje y con cierto tufillo a rancio. Era espigado y alto, al menos eso nos parecía a nuestra corta edad, con pelo cano pero entero, solo amenazado con unas ligeras entradas. Llevaba unos cristales de culo de botella colgados de unas patillas de alambres que figuraban como gafas. Usaba bastón por seguridad suya, pero para inseguridad nuestra pues al mínimo error o salida de tono podía medir nuestras espaldas, cabezas o aquella parte que primero alcanzara. De todos modos, su arma más temida era la regla de cuadradillo con la que nos afinaba las yemas de los dedos. A parte de exigir orden y disciplina y de tenernos haciendo caligrafía, no creo que nos enseñara mucho más. Todo lo demás eran soflamas y discursos que nos martilleaban los tímpanos con  su potente voz de pito: Dios, Franco, el pecado, la obediencia, los malos y los buenos…

La escuela de mi infancia, muy remozada
Hacía valer su imagen y su antigüedad en la escuela para incrementar su renta, que por aquel entonces, supongo, sería más que reducida. Sutilmente, o como ordeno y mando que todo era posible, solía aconsejar a las madres que a su hijo le convendría tener unas clases particulares para mejorar su rendimiento escolar. Amablemente ofrecía los servicios de su hija, que al decir suyo era también maestra, con la garantía de que las clases se impartían en su propia casa. Mi madre mordió el anzuelo y no me quiero imaginar lo que podía suponer para ella ese dinero. Así que si no tuve poco con el padre, me tocó también la hija.

No recuerdo su nombre. Me sorprendió verla joven, aunque no muy agraciada, ya que todas las maestras que yo conocía en mi escaso currículo estudiantil eran señoras mayores y un tanto cascarrabias. Su aspecto y su indumentaria tenían el mismo toque cutre que el de su progenitor, pero no tenía bastón ni regla de cuadradillo, lo que ya de por sí era una mejora. También llevaba gafas, pero éstas eran de pasta –otra mejora. Sus ademanes eran melifluos e, incluso, empalagosos. Hablaba manteniendo siempre una sonrisa postiza, como quien tiene que estar conquistando continuamente al cliente. No recuerdo ni qué me enseñaba ni si me ensañaba algo. Eso sí, lo que recuerdo como si fuese hoy es que estuvo todo el curso hablándome de mi primera comunión: lo importante que era hacerla bien, recibir a Jesús dentro de mí… y sobre todo que cuando lo recibiera me acordase de ella y que le pidiera por ella.

A todo esto, D. Segundo ya había llamado al párroco para comunicarle que los chicos de la primera comunión eran los de su clase. Sin más apareció D. Pablo un buen día y nos comunicó que nos tocaba hacer la primera comunión, lo que por aquel entonces estaba libre de toda duda. Nos encargó que avisáramos a las familias y que ya nos dirían en la escuela cuándo teníamos que presentarnos en la parroquia para ir a la catequesis. O sea, que nuestro maestro redobló sus monsergas a partir de ese día. Así que la catequesis había comenzado para nosotros bastante antes de presentarnos en la parroquia. Las cosas eran así y no había nada que decir, y menos una familia represaliada de la guerra: la iglesia tenía mano en el régimen, el régimen tenía mano en la iglesia y punto.

Por fin llegó el día señalado de comenzar la catequesis y nos juntaron a todos en la iglesia, eso sí, los niños en los bancos de la derecha y las niñas en los de la izquierda, de la misma manera que en la escuela teníamos un pabellón distinto para cada sexo y el recreo también en patios distintos. Este era otro principio educativo que, por aquel entonces, a nadie se le ocurría poner en duda. Nos dividieron en grupos como de veinte y nos asignaron catequistas. A mí me tocó un chico joven, lo que suponía una excepción porque la mayoría eran señoras. Recuerdo que era bastante tímido y que hablaba muy bajito, quizás porque estábamos en la iglesia y había más grupos o porque el bueno de él no sabía muy bien qué hacer con nosotros.

Lo de la catequesis estaba chupado, nos daban un catecismo, lo repetíamos cantando todos juntos y luego cada uno tenía que estudiarlo bien. Al final te lo preguntaban y si respondías bien hacías la primera comunión. Hoy en día ya nadie se acuerda de aquel conglomerado de preguntas que resumían el credo católico, excepto la primera “¿Eres cristiano? Soy cristiano por la gracia de Dios.”·Sin embargo, hubo un momento en aquellas catequesis que se me ha quedado grabado en la memoria y que no tiene nada que ver con el catecismo que estudiábamos. Recuerdo que en una de esas catequesis, no sé ahora a cuento de qué, nuestro beatífico catequista comenzó a hablarnos de Dios y acabó su disertación mirándonos fijamente, señalando con el índice hacia el techo y diciendo con un énfasis especial: “Dios está allí arriba”. Yo no le quité el ojo a la bóveda en bastante tiempo. Me habían enseñado que Jesús estaba en el sagrario, pero, mira tú por dónde, Dios estaba allí arriba.

Es fácil que la inmensa mayoría de todos aquellos, que tuvieron que pasar por situaciones similares, hoy en día estén muy lejos de creer o de participar en la iglesia y se habrán olvidado de todas aquellas monsergas, aunque no hayan puesto ningún obstáculo a lo largo de su vida para que tanto hijos como nietos hagan la primera comunión, como si todavía estuviera mandado hacerla. Pero, aunque se hayan olvidado, seguirán marcados de por vida por el “allí arriba”. Seguirán llevando grabado en su inconsciente aquel concepto de Dios. Por muy ateos que se proclamen, será un fantasma que les va a perseguir hasta el final: está en el cielo, lo ve todo, lo sabe todo, lo puede todo, juez implacable, premia y castiga, perdona, nos pasará factura al final de la vida… Esto es, ese ser omnipotente que rige el universo y los destinos de la historia y de nuestras vidas y es el que permite lo malo que nos pueda suceder. Hay una cosa que me puede dar la razón en que esa imagen de Dios se le ha atragantado a mucha gente. Se trata de la blasfemia más popular que se suelta ante las contrariedades o los disgustos, por la que, a cuenta de ser considerado el responsable de todo, Dios carga con todos ellos y debe tener a estas alturas una nada despreciable cantidad de estiércol humano en sus dependencias.  Y es que una religión como la que nos inculcaron se erigió como una barrera que nos cerraba el paso hacia Dios. Yo tuve la suerte de que me enseñaran la manera de esquivarla para llegar al otro lado, pero han sido multitud los que, tras chocar con ella, se han dado la vuelta y han buscado otros caminos o se han quedado sin ninguno.

La parroquia tal como era entonces
El siguiente paso al que nos tuvimos que someter fue el de la confesión que, visto ahora a distancia, yo lo llamaría la confusión. Para recibir a Jesús había que estar limpio e inmaculado, libre de toda culpa; por ello debíamos confesar nuestros pecados, porque si comulgábamos con alguno de aquellos a cuestas cometíamos un sacrilegio. Eso debía de ser algo horrible y nos podía pasar de todo, hasta estar condenado al infierno, aunque para eso aún faltaba mucho tiempo. Para aquellas angelicales mentes que no habían cometido felonía alguna, más allá de coger alguna fruta furtivamente, haber tirado piedras, participar en peleas o no haber estudiado lo suficiente, era un lío aquello de los pecados y encima no sabíamos qué contar al confesor, eso es otra. Los catequistas nos aleccionaban sobre qué podíamos decir en aquel trance. Primero nos enseñaban el protocolo, aquello de Ave María purísima… es la primera vez que me confieso… y luego intentaban sugerirnos aquellos actos que podrían suponer pecado, dentro del orden de los veniales, claro, que la cosa no nos daba para más. Creo que todos comenzábamos igual “he desobedecido a mis padres” aunque no fuese verdad, porque algo había que decir y, además, era una de las cosas en la que más habían insistido los catequistas. Por supuesto, también habíamos dicho palabrotas o habíamos insultado o pegado algún compañero. Y luego a hacer todos los rezos que nos hubiesen impuesto.

De toda aquella ceremonia de la confusión, en la que hacíamos algo sin saber lo que era y sin tener conciencia de nada, se puede percibir otros dos elementos fundamentales de la educación que entonces recibíamos: la obediencia y la culpabilidad, que van muy unidos entre sí. Cuántas veces tuvimos que escuchar el dicho “obedecer es amar” en la iglesia, en la escuela y en las familias. Obedecer en todo a los padres, a los maestros, a las autoridades, a los sacerdotes, y sin rechistar porque esa era la manera de cumplir la voluntad de Dios. Ni que decir tiene que siempre nos mandarían aquello que más nos iba a convenir para nuestro bien y “para el día de mañana”. En realidad era una base sólida para sustentar el régimen y todo el sistema socio cultural del nacional catolicismo. A esto había que añadir cómo con esta filosofía de vida, en lo que cualquier cosa que se saliese de alguna norma resultaba ser pecado, era fácil recurrir a la culpabilidad para conseguir tener atadas y bien atadas las conciencias de la gente sencilla y poder tener el control social, político y religioso del pueblo llano.

Otro hecho que se me quedó grabado en el período de catequesis tuvo lugar en el cine parroquial. En aquellos años las parroquias comenzaban a utilizar el cine y las filminas en los locales parroquiales de una manera informal y con pequeñas máquinas, aquellas que tenían que cambiar de rollo en lo más emocionante, pero en pocos años muchas de ellas montaron salas de cine. El caso es que a los que íbamos a hacer la primera comunión nos habían llevado a ver una película que nos estaba encantando: “Chiquilín”, que luego dio el nombre a las famosas galletas. Cuando no había pasado aún la mitad de la película apareció visiblemente agitado uno de los curas coadjutores y mandó parar de inmediato la proyección. Se encendieron las luces y con voz entre misteriosa y solemne nos mandó que nos pusiéramos en pie “vamos a rezar un padre nuestro por la católica Hungría que acaba de ser invadida por la hordas comunistas de Rusia para implantar allí el comunismo y hacer desaparecer la religión, Padre nuestro…” Y seguimos todos con él la oración. A continuación nos mandó salir, en señal de duelo porque era un acontecimiento gravísimo.

 A decir verdad, Hungría me sonaba entonces algo por aquello de Kubala, que yo era bastante futbolero. De los comunistas tenía más noticias porque todos sabíamos, según nos habían adoctrinado, que eran los malos malísimos que habían querido robarnos la patria y la religión y que gracias al generalísimo nos habíamos librado de sus garras. También jugábamos no solo a indios y vaqueros o a polis y ladrones, sino también a rusos y a americanos, que eran los buenos buenísimos y además nos daban leche y queso en la escuela. Claro que nadie quería estar en el bando ruso porque siempre tenían que perder, así que en él acababan los más torpes o los más lentos, como pasaba en casi todos los juegos de aquella época. Así que eran tan malos los comunistas que nos habían dejado sin película, con lo bien que lo estábamos pasando. Claro que esta versión del asunto no estaba vigente en mi familia, aunque de ello nunca se hablaba. Mi abuelo, que se había librado del paredón de pura chiripa al finalizar la guerra civil, me tenía bien aleccionado: los comunistas no eran malos, sino los nacionales fascistas y estaba entusiasmado con el éxito de Fidel Castro. Tenía envidia de lo que había pasado en Cuba pero “aquí, hijo, nos harían falta cuatro Castro, uno por cada punta de España”. Para mí era como el padre que me faltaba y me encantaba que me hablara de todo y me contara sus andanzas por tantos mares que había recorrido a lo largo de su vida de marino. Yo sabía de sobra que mi abuelo, y también mis tíos, nunca iban a misa y no entraban a la iglesia ni en los funerales. Pero él jamás me habló mal de nadie de la iglesia y no puso ninguna pega para mi primera comunión. Desde luego, tampoco esperaba verle en la iglesia cuando llegase el gran acontecimiento de la infancia.

Por supuesto, yo no comentaba esas conversaciones de mi abuelo con nadie, ni siquiera con mi madre porque podría reñirle por hablarme de esas cosas, pero ese recuerdo de la contradicción en que me movía lo llevé dentro de mí durante mucho tiempo. No tardé en darme cuenta que lo del comunismo, los rojos y los desalmados ateos, tan denostados en aquella sociedad, no eran sino sambenitos que se colgaban entonces a las personas molestas por sus críticas o por sus posturas que se salían de los carriles oficiales. Era muy fácil descalificar a los que reclamaban justicia identificándolos con aquellos demonios. A partir de la época de universidad, a través de las movidas antifranquistas de la última etapa del dictador, me fui dando cuenta de que podíamos tener más cosas en común de las que parecían a primera vista. Tengo mucho que agradecer a mis amigos ateos y comunistas, con los que he compartido luchas sindicales o trabajos sociales y ciudadanos, las lecciones de humanidad, trabajo, compromiso y sacrificio que me han dado. Siempre nos podemos encontrar en todos aquellos lugares donde se esté promoviendo una sociedad humana y justa, sin importarnos los apellidos que nos quieran poner desde fuera o desde dentro, y compartiendo una sana amistad sin prejuicios mutuos. Mira tú por dónde, ahora que he echado la vista atrás hasta los primeros pasos de mi vida, tengo que reconocer que me ayudó a crecer, de una manera especial, como persona y como creyente, la participación en la lucha contra las injusticias que había provocado aquel sistema socio político, del que la religión oficial fue cómplice, en el que yo me había criado y educado.

En la medida en que se iba acercando la fecha de la primera comunión, yo notaba que en mi casa había más movimiento. Aparecían a cada poco las mujeres de mis tíos para quedar con mi madre. Por fin un día mi madre me llevó a Erandio a casa de unos familiares de mi padre y allí me probaron un traje de marinero que habían usado en esa familia. Al parecer me quedaba bastante bien y mi madre dijo que le haría unos arreglitos para unos ajustes y como nuevo. Recuerdo, como si fuera hoy, el miedo que pasé a la vuelta. El mar estaba furioso y las ondas de las olas llegaban hasta el mismísimo Bilbao, así que, al atravesar la ría en el bote, éstas le daban de costado y lo zarandeaban hasta desplazarnos de un lado a otro. Yo me agarraba como un poseso a mi madre y creo que en algún momento me eché a llorar de miedo, porque me veía ya en el agua. Me gané un cachete por pesado y a callar. Por fin llegó el día esperado. Antes de subir a la iglesia ya estaba mi casa llena de cazuelas y el salón con muchos cubiertos, que yo no había visto nunca. Por supuesto, me acompañaron a la iglesia mi madre, mi madrina y algunas de mis tías. Otras se quedaron terminando los preparativos de la comida. Solo mi tío Luis, que era el más joven y que compartía cuarto conmigo, asistió a la ceremonia por parte de los varones de la familia de mi madre. De la de mi padre solamente asistieron uno que me dijeron que era primo mío, pero me pareció mayorcísimo, y su novia.

La ceremonia estaba más que ensayada: cómo teníamos que poner las manos, sacar la lengua, por dónde subir y bajar, qué teníamos que hacer al volver al banco y cómo teníamos que rezar a Jesús. Yo miraba de reojo para atrás a ver si conseguía localizar a mi madre, pero era misión imposible. Los y las comulgantes ocupábamos la mitad de los bancos y los familiares se apilaban al fondo aguantando aquella ceremonia interminable. Recuerdo que también quería ver el órgano porque estaba encantado con su sonido y a la Schola Cantorum de la parroquia que cantaban de maravilla. O sea, que ya en mi primera comunión comencé a desarrollar una de mis principales pasiones: la música. A lo largo de mi infancia, cuando salía de misa los domingos, tenía la costumbre de subir al coro y quedarme al lado del organista para verle cómo bailaba con los pies y cómo cambiaba registros según tocaba: le daba tiempo a todo. Me gustaba ir a misa mayor, aunque duraba el doble que las otras, porque todos los domingos cantaba el coro acompañado por el órgano. Yo me ponía en la parte delantera de la iglesia para tener más perspectiva y estaba más tiempo mirando para atrás que al altar. A todo esto, el recuerdo que tengo más grabado de la ceremonia son las ganas de mear que tenía y aquello no acababa nunca y yo estaba con un traje blanco prestado que no se podía manchar. Así que las oraciones que nos enseñaron, el pedir por la pesada de la maestra de la particular o por nuestra familia se esfumaron. Lo siento Señor, pero la primera vez no te hice ni caso –creo que como era de esperar-, ni noté esa alegría o dicha interna que me dijeron que iba a tener. Solo tenía ganas de salir de allí, me estaba meando,  me dolían las rodillas y, con el paso de las horas, las emociones y el despiste no consiguieron tapar algo terrible: tenía hambre.

Solo recuerdo haber visto una sola foto de ese día. Me la sacaron después de salir de la iglesia cuando ya estaba llegando al barrio. Aparecía junto a mí mi inseparable amigo Angel sin traje, porque tuvo que esperar a hacer la primera comunión. Iba al colegio de La Salle, para hijos de Altos Hornos, y allí la hacían más tarde solo con los alumnos. Se me veía sonriente, pero el gesto del pantalón delataba bien a las claras el esfuerzo por aguantarme. Ya en casa estaban todos los mayores. No recuerdo qué comimos ese día, pero sí que disfruté como un enano y que me puse ciego. En aquellos años en mi familia no estábamos para tonterías, nos llegaba lo justo para mantenernos con dignidad. Así que las novedades y los excesos gastronómicos de ese día fueron mi regalo, porque de los otros regalos que tanto abundan ahora no se tenía ni la menor noticia en aquellos tiempos, al menos en el entorno obrero donde me crié.

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