Un día inolvidable




18 de junio de 1976. Me levanté como todos los días pero una vez más no iba a ir al tajo. Seguíamos en pie de guerra. La patronal aún no se había sentado a la mesa, acostumbrada como estaba a columpiarse con el sindicato vertical, y había que seguir apretando para que nos tomasen en serio. Había pasado la primera semana de huelga general en el sector de la construcción de Bizkaia. Aún quedaban algunas zonas a las que no se había podido llegar para paralizarlas. Era necesario conseguir el paro total para que no les quedase más remedio que admitir que éramos los únicos interlocutores de los obreros de la construcción. En la reunión clandestina de delegados del fin de semana nos habíamos organizado para montar piquetes informativos y a mí me habían tocado controlar los dos únicos sitios de la capital donde se seguía trabajando. Habíamos convocado a los voluntarios en la parroquia de S. Francisquito. El párroco nos cedía algunos locales para nuestras reuniones, pero esta vez no hicieron falta. Nos organizamos rápidamente en el pórtico de la iglesia. Apenas tuvimos que esperar para reunir la gente que se necesitaba.

—¿Cómo lo veis? –Pregunté a Paco y Carmona, dos compañeros de empresa.

—Hay más gente de la que esperábamos y, según comenta el personal que está llegando, no se ve aún movimiento de la policía.

—Sería conveniente salir cuanto antes para estar en los tajos a las nueve en punto –puntualizó Paco.

—De acuerdo. Vosotros dos ya podéis poneros en marcha con un grupo. Os encargáis de la batida por la zona de Tívoli. Yo me quedaré aquí esperando a que venga más personal, porque nos va a ser imposible llegar a Rekalde antes de las nueve. A la una nos vemos de nuevo aquí.

Eran las dos zonas de Bilbao en las que se seguía trabajando. Algunas obras habían parado en los primeros días para pasar desapercibidos, pero habían vuelto al tajo poco después procurando no meter ruido. Al poco tiempo llegó Iñaki, otro delegado del comité de huelga,  y nos fuimos con el grupo restante a las obras de la nueva alhóndiga municipal, que entonces estaba en plena construcción a la afueras de Rekalde. Seríamos unos quince, pero en el camino íbamos de dos en dos o de tres en tres. Nos seguíamos a distancia o por distintas aceras, pero sin perdernos de vista, para no llamar la atención.

Aquello era un laberinto auténtico. Rampas para subir vehículos hasta el cuarto piso, departamentos de todos los tamaños, recovecos, almacenes… todo ello aún sin puertas. No se veía a nadie. Según comentaban los compañeros alguien les había advertido de nuestras intenciones. Solamente faltaba por mirar los sótanos. Empezamos a bajar pero nos quedamos paralizados. Los que estaban arriban dieron la voz de alarma. Por el descampado, que separaba la obra de los últimos edificios de la barriada, subían dos Jeep de los grises. Vaya encerrona.

—Todo el mundo al monte –grité con todas mis fuerzas-, que nadie salga por la puerta principal.
—Bajad por las campas y a la una nos vemos en S. Francisquito –añadió Iñaki.

Salimos de estampida saltando por donde pudimos evitando las puertas que daban acceso a la carretera. Consiguieron detener a algunos de los más mayores porque no estaban para practicar atletismo. Desde las campas por las que estábamos corriendo pudimos ver cómo los detenían, pero ni Iñaki ni yo sabíamos de qué empresa eran. Yo tenía que llegar cuanto antes para avisar de las detenciones y para ver qué había pasado con el otro piquete. Iñaki y yo dimos un rodeo largo cambiando de dirección y llegar a la primera parada de autobús, dando la impresión de que llegábamos de otra parte. Tuvimos suerte. Había uno a punto de arrancar. Subimos sin mirar ni siquiera el destino, pero aún no nos habíamos acomodado, cuando el chofer frenó bruscamente el vehículo. Tres grises estaban delante del bus mientras otros dos subían. Detrás de ellos distinguí al soplón que les había avisado.

—Ese es el esquirol que ha dado el chivatazo. Es el de la moto que bajaba cuando llegábamos –me susurró Iñaki.

Se acabó, pensé. Nos separamos como si no estuviéramos juntos. Me quise camuflar entre la gente, pero vinieron derechos por nosotros dos. Nada más poner el pie en tierra, los policías de abajo nos esposaron y nos llevaron andando a la comisaría del barrio. No me había dado tiempo ni a deshacerme de la documentación que llevaba encima. Eché una mirada fulgurante a aquel individuo, pero ése ya no era mi problema.

-De cara a la pared. Abrid las piernas y los brazos en alto. Al que se mueva lo machaco.

Nos cachearon. Me cogieron la libreta y los papeles que tenía en los bolsillos. Menos mal que nunca llevaba encima la agenda de teléfonos. Con un poco de suerte soltarían a mi compañero pero con aquello encima yo lo iba a tener claro. Llevábamos un cuarto de hora en aquella postura y se nos empezaban a caer los brazos. Mejor que no nos hubiesen quitado las esposas, pensé.

-He dicho que los brazos arriba.- volvió a gritar el guardia mientras sentía un culatazo en la parte posterior de los brazos.

Nos tuvieron un buen rato en esa postura. Iñaki y yo nos mirábamos de reojo como para darnos ánimo. Pudieron ser cinco minutos pero me pareció un día entero. Oímos voces. Llegaron otros dos grises y nos esposaron de nuevo, esta vez con las manos por delante. A través de una ventana vimos el furgón de detenciones a la puerta de la comisaría. Había que prepararse, ya sabíamos dónde íbamos a ir a parar.

En el viaje estuve dándome tirones de barba disimuladamente hasta no sentir la cara. La tenía larga hasta el pecho y se corría la voz de que a los sociales les encantaba ir arrancándola o pegar tirones bruscos. Al menos no me harían daño ahí, pensé. En esto me di cuenta de que el policía que me había cacheado se había dejado un papel en el bolsillo de la camisa. El guardia acompañante iba mirando por la ventanilla delantera y como pude me lo llevé a la boca y lo tragué. Podría haber sido una lista de compras, nunca lo sabría ya, pero por si acaso estaba bien escondido en mi estómago.

-Luisfer, despacio. Hay que tener todo presente para que en las respuestas no te pillen en falso –me iba diciendo a mí mismo. Repasé mentalmente las citas de las asambleas, las reuniones de delegados, las del comité de huelga… ésas no tienen nombres, pero sí locales. Creo que el comité tendrá la precaución de cambiarlas si no… Recordé  que tenía los nombres de los responsables de piquetes y los de la bolsa de resistencia, y no me acordaba si había más nombres… pero al menos no son gente señalada por su militancia clandestina, así que no correrán el riesgo de que les vayan a buscar.

Así fui preparándome para la que me esperaba. Siempre había que ponerse en la peor de las situaciones. Estaba nervioso por los otros compañeros. Seguramente tendrían familia y no sabía qué iban a hacer con ellos, ni quién podría avisarles. Era muy importante que no descubrieran que acababan de cazar al coordinador del comité de huelga, que, a su vez, era el regulador de las asambleas. Por mí pasaban todas las propuestas, las citas, los órdenes del día… Lo más duro de aquel puesto que me habían adjudicado era controlar a los cabecillas. Ya entonces se apuntaban los primeros codazos para tener la “pole position” en cuanto se legalizaran los sindicatos. Había gente mayor que había pertenecido a UGT, otros jóvenes peceros de las primeras comisiones obreras, abertzales... No faltaban unos chinos y algún que otro anarco que eran un auténtico dolor de muelas. Para garantizar que todo aquello no saltara por los aires estábamos un grupito de independientes: unos curas obreros, un aparejador en paro, un topógrafo y otros dos o tres que, aunque tenían estudios, en esos momentos estaban trabajando donde podían. Los currelas nos llamaban los intelectuales. Se fiaban de nosotros porque en el ambiente de aquella época aún se desconfiaba mucho de todo lo que sonara a político.

-A ver tú, barbas, nos vas a explicar de dónde has salido – me dijo el que dirigía el interrogatorio. Estaba sentado en frente y cuando hablaba se estiraba por encima de aquella mesa cutre que nos separaba hasta estar a un palmo de mi cara.

-Con esas pintas no nos dirás que tú estabas allí por casualidad. –aulló uno que estaba de pie a mis espaldas.

-Aquí hay mucha tela que cortar y ya puedes ir explicándote – replicó el jefe dejando encima de la mesa con un manotazo algunos de mis papeles.

-A este nos lo habrá mandado Camacho o García Salve desde Madrid a jodernos aquí. Tiene pinta de pecero –masculló uno que se mantenía en la penumbra al fondo de la habitación fumando sin parar.

-Yo no pertenezco a ningún rollo político ni quiero saber nada de ellos –balbuceé con miedo poniendo la mejor cara de pardillo que pude en aquel momento.

-¡No me digas! Y todos estos nombres que hay aquí son hermanitas de la caridad – volvió a gritar el de atrás agarrándome del brazo e inclinándome sobre los papeles.

De la misma fueron pasando lista de todos los nombres. Repitieron mil veces las preguntas para pillarme en contradicción. Conseguí que no sacaran nada en claro y que no identificaran a ningún compañero. No sé de dónde saqué el cuajo para mantener el tipo haciendo el papel de chico bueno que no se entera de nada. Ingenuo de mí, pensé que la tormenta había pasado. Se abrió la puerta de golpe. Entró otro secreta como un vendaval dando voces mientras se quitaba la chaqueta. Sacó la pipa de su funda. La plantó encima de la mesa dando un puñetazo.

-Este hijo de puta nos está engañando. Los otros detenidos han cantado – me cogió de la barba levantándome la cabeza para que le mirara de frente- Tú eres el cabecilla principal que lleva la trama de todo esto. Y un pringadillo no es capaz de organizar este tinglado por sí solo. Tú tienes detrás a Camacho y a toda su tropa y nos vas a decir quiénes son tus enlaces aquí si quieres salir entero.

De nuevo volvieron las preguntas, los gritos, las repeticiones, los puñetazos en la mesa, las amenazas… y yo a repetir mi disco. ¿Qué habrían dicho de mí? ¿Quiénes eran los detenidos? Aquello no acababa nunca pero no podía bajar la guardia. En un momento dado, no sé si llamó alguien, salieron hablando entre sí sin decirme nada y me dejaron solo. Después de aquella tensión me estaba cayendo encima todo el cansancio de la mañana, estaba aturdido y no sabía ni qué hora era. Comencé a distraerme dejando vagar la mirada por el local. Las paredes peladas y con ronchones hacían del local la decoración perfecta para ambientar las barbaridades que se cocían en su interior. Parecía verse en ellas pegados los restos de la nicotina de tanto que habrían fumado dentro. En su dibujo me parecía vislumbrar que también estaban grabadas las marcas de la cantidad de gritos que llevaba soportando aquella sala. Solamente tenía un ventanuco con rejas cerrado y la puerta era de hierro. Varias banquetas dispersas por la sala, una mesucha desvencijada y tres sillas a su alrededor eran todo el mobiliario.

 Me sorprendió de repente una mano que me ofrecía un paquete de Ducados. No le había sentido entrar.

-Gracias no fumo –contesté mientras observaba con cautela aquel cambio de trato-. Ahora viene el poli bueno –pensé examinándole detenidamente.

-Voy a abrir un poco la ventana. Aquí no se puede respirar. –continuó hablando en tono coloquial mientras abría e iba poniendo en orden los cuatro trastos de la sala-.

—Espero que no se hayan pasado con usted. Ya sabe, aquí, como en todas partes, hay gente que cuando las cosas se ponen difíciles pierden con facilidad los nervios.

-No me han pegado, si se refiere usted a eso – seguí tratándole de usted para mantener la distancia-.

-Claro, pero creo que se han obcecado en su caso. Se han dejado llevar por prejuicios y por alguna filtración inexacta. Yo mismo desde que le he visto les he dicho que se trataba de un buen hombre metido en esto con buena voluntad y nada más. ¿A que es usted amigo del padre Solabarría y de ese otro…capuchino, creo, Javier, no? –afirmé con la cabeza- Estaba seguro. Yo también estudié en los salesianos y, aunque no soy de los que van a misa, reconozco que inculcan principios altruistas muy profundos. Conozco algunos condiscípulos que están desarrollando…

Desconecté de la perorata beatona que me estaba echando. ¿Cómo sabía que yo también había estudiado en los salesianos? El tipo podía ser dos o tres años mayor que yo, no mucho más ¿Quiénes eran esos? ¿A dónde me quería llevar con tanto incienso?

-No obstante ustedes se dejan llevar por impulsos nobles, pero se meten en graves riesgos. Hay otros compañeros de viaje que les están utilizando para otros fines que no tienen nada que ver con las necesidades de los obreros y son los que lo estropean todo. Yo estoy de acuerdo con las reivindicaciones que plantean y, fíjese, les tengo que detener por otras razones. ¿Me entiende, no? –en esta ocasión le contesté encogiéndome de hombros-.

-El nuestro pretende ser un movimiento unitario y no pedimos la filiación a nadie – contesté volviendo a mi disco.

-No tardando mucho les darán una patada en el culo y ustedes habrán pasado a la historia sin pena ni gloria, además de haberse visto en éstas por su culpa. Ellos sí sacarán partido de estos movimientos, se arrogarán los méritos y a ustedes ni siquiera les agradecerán los servicios prestados.

A continuación intentó sonsacarme la filiación de nombres que conocía o qué relación mantenía yo con ellos para hacerse una idea de a qué grupo o partido pertenecía. Yo seguí en mi rollo de tipo altruista, que por compromiso de mi fe estaba luchando por la justicia que se negaba a los obreros. Creo que acabé echándole un discurso infumable hasta aburrirlo, aunque he de confesar que en un momento estuvo a punto de sacarme alguna información, porque fui bajando la guardia, pero reaccioné a tiempo. Me dio la impresión de que se quedó con la idea de que era uno más de los de Periko.

-Creo que vienen por usted- concluyó cuando vio aparecer a dos grises por la puerta.

Me bajaron a los calabozos que la DGS de Bilbao tenía en los sótanos, ratoneras más bien. Con los brazos en cruz tocaba las paredes a lo ancho y de largo tendrían algo más de dos metros. El alma se fue cayendo a los pies. Estaba agotado. Empecé a notar un agujero en el estómago. Serían más de las cuatro y no me habían dado ni un vaso de agua. Me fue invadiendo, sumado al cansancio, una terrible sensación como si me hubiese tomado un cóctel de indefensión, de impotencia, de abandono y de rabia aderezado todo ello con un toque amargo de desconcierto total. Caí sentado en el banco que había como asiento y cama. Cuando levanté la vista me hundí aún más: “resiste compañero”, “me han tenido…”, “aquí estuvo…”. “no pasarán…” Todo un mural de recordatorios de los detenidos que habían estado allí. ¿Qué habrían hecho con ellos? Suponía que a su lado yo había tenido mucha suerte. Habría pasado media hora cuando el guardia abrió el ventanuco y me pasó un paquete. Era un bocadillo enorme. No recuerdo de qué era, pero fue lo mejor del día: alguien estaba ahí fuera pendiente de mí. Además había acertado de lleno, era lo que más falta me hacía.

A media tarde, me sacaron de la celda. Me juntaron con otra gente detenida de diversa catadura: unos que habían montado bronca en S. Mamés, dos chorizos profesionales, algún sin techo. Solamente identifiqué al compañero delegado. Al final solo quedábamos detenidos dos de la redada: Iñaki –que luego fue el responsable del sindicato de construcción de CCOO de Bizkaia- y yo. A los demás les habían dado un susto y a casa. Nos metieron en los consabidos furgones. Un carrilano, que debía ser veterano en esas lides, nos adelantó que nos llevaban al juzgado, nos iban a hacer firmar unos papeles y de la misma al trullo. En efecto, todo se fue cumpliendo tal como nos lo había descrito. Resulta que el tipo, cuando comenzaba el mal tiempo montaba algún lío gordo o daba un palo considerable para que le metieran en chirona hasta que llegara el buen tiempo. Empezaba a anochecer cuando entrábamos en la prisión provincial de Basauri.



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