Nekane
Al entrar al bar la vi sentada en un taburete apoyada en la barra tomando un café. Habían pasado unos cuantos años desde que la vi por última vez, yo ya estaba jubilado, pero aún así la reconocí de inmediato. Había ganado unos kilos más, había cambiado el peinado y su vestimenta no tenía nada que ver con la que conseguía en el ropero de Cáritas. No me pude resistir y me quedé mirándola descaradamente. Ella me mantuvo la mirada y me respondió con una sonrisa entre burlona y desafiante, como queriéndome decir “yo también te conozco y ya no tengo que rendirte cuentas”. Estaba junto a un hombre bastante más mayor que ella. Era corpulento, de mediana estatura y con un bigote espeso. Por sus rasgos faciales y el color de su piel se veía que era sudamericano. Al observar nuestras miradas le pasó el brazo por el hombro para dejarme bien clarito que ella era posesión exclusiva de él. Desde luego, su catadura no era nada tranquilizadora, su indumentaria dejaba traslucir una prepotencia considerable y un escaso buen gusto. Vamos, que parecía caracterizado para sicario en una película de acción.
Solo duró un instante aquella mirada, porque mis compañeros
me preguntaron mi opinión sobre lo que estábamos hablando y me pillaron
descolocado. Me costó centrarme en el tema porque no podía evitar el ir
rememorando la parte de su historia en la que yo tuve que intervenir. Me llamó
la atención cuando nos fuimos que continuaban apalancados en la barra. Me
hubiese encantado poderles seguir la pista, porque aquello daba a entender que
había gato encerrado, pero ya no era ni mi tiempo ni mi incumbencia. Por lo que
yo pude saber, su historia fue un rosario de desastres y lo que acababa de ver
podría ser el último misterio doloroso de su cuenta, porque los gozosos o los gloriosos no entraban en su
rosario particular.
Ahí entramos nosotros porque estábamos al cargo del
absentismo escolar. A través de varias trabajadoras sociales pudimos ir tirando
del hilo para entender el caso. Nekane era una chica de familia bien, quizás
muy bien, de uno de los pueblos importantes de Bizkaia. De repente a los
dieciocho años desaparece de casa. Después de un tiempo sus padres se enteraron
de que se había liado con un hombre mayor que ella, con antecedentes penales
que se la había llevado a Andalucía. Intentamos contactar con ellos, pero ya no
querían saber nada de su hija. Habían intentado hacer algo por sus nietos pero
ella se había negado en redondo: no permitía que entrasen para nada en su vida.
El siguiente dato que descubrimos, con cierta perplejidad,
fue que había estado en un piso de acogida para mujeres maltratadas. Al
parecer, el señor debía de ser una bestia parda y había estado a punto de darle
el pase definitivo. No sabemos cómo, aterrizó en Bizkaia huyendo del energúmeno
y aprovechando que le habían enchironado por enésima vez en su historial
delictivo. Nos quedamos perplejos cuando conocimos el informe de salida de
aquel piso. Se había comportado de manera ejemplar, había seguido las
instrucciones de las responsables, había conseguido un trabajo y le habían
concedido un piso protegido para que pusiera en marcha su nueva vida. Se había
marchado de éste y había buscado otro piso por su cuenta. Cuando informamos de
su situación actual a las trabajadoras que le habían acompañado, se les cayó el
alma a los pies. No se explicaban cómo había sido capaz de haber tirado todo
por la borda. Tampoco se explicaban cómo había sido tan inconsciente como para
tener otro hijo. Ese niño podía ser la muestra de que había mantenido otra
relación, de la que nadie tenía noticia, y, dada que ahora vivía sola con sus
hijos, estaba claro que había sufrido otro abandono o había que tenido que
salir huyendo de nuevo.
Por fin conseguimos que viniera al ayuntamiento para mantener
una entrevista que se suele hacer en los casos de absentismo escolar. Para
nuestra sorpresa apareció con sus hijos y con un individuo de lo más extraño.
Yo le invité a que saliera porque no figuraba ni como padre ni como tutor de
los menores. Respondió airado que aquella era su familia y que Nekane le
autorizaba a tutelar a sus hijos. Le pregunté a ésta si quería que estuviese en
la entrevista y lo afirmó con un gesto de cabeza, mientras ponía una expresión
de cordera degollada. O sea, que había metido en su casa a aquel aventado que ya,
a primera vista, llevaba escrita en su cara la desgracia que iba a acarrear. El
caso es que no le permitió decir ni una sola palabra, la desautorizó, se
proclamó salvador de los pobres niños y se fue tan pichi mientras ella seguía
con ese rictus bobalicón que quería ser una sonrisa. Creo que tuve que estar
con ella alguna otra vez pero no recuerdo su voz porque no pronunció una
palabra delante de mí. El tipo ese resultó ser un entrenador de algún equipo de
aficionados que se creía apto para dirigir al Real Madrid, como mínimo. No hizo
más que crear nuevos problemas en el colegio, además de provocar más problemas en
los niños. Llegó a encararse con el director, que en alguna ocasión tuvo que
reclamar la presencia de los municipales.
Dos años después, la misma historia en el instituto. Me
entrevisté directamente con los chavales y soltaron por aquella boquita de
todo. No aguantaban al individuo porque les trataba muy mal. Le insultaba a su
madre, le estaba dando voces todo el día y mangoneaba el dinero de la ayuda que
recibía. En el instituto nos informaron que el mayor vivía en otro mundo y que
el pequeño era muy agresivo. Habían tenido que abrirle un expediente por pegar
a compañeros y por insultar a una profesora. Al poco tiempo me encontré por
casualidad con el mayor que iba haciendo gala de las pintas innobles que llevaba.
Vamos, aquello era de reírse por no
llorar: un sombrero de vaquero, una chaquetilla extravagante, unos pantalones
de mil colores que me podían valer a mí… un desastre. Me saludó jubiloso y me
pasó el parte final: que ya no aguantaban a su madre ni a “ese hijo…”, que su
padre había salido de la cárcel y se iban a vivir con él a Andalucía.
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